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Un Viejo Predicador

Muchos predicadores están dejando a un lado las ideas antiguas acerca de la caída y ruina moral del hombre. No les dicen claramente a la gente que son pecadores culpables ante un Dios santo. Hay, sin embargo, un predicador de la vieja escuela quien todavía habla sin temor, como an­tes. No es muy popular, pero predica a todo el mundo. Usa el mismo lenguaje conocido por to­das las regiones. Visita a los pobres como a los ri­cos. Predica a los de cualquier religión y aun a los que no tienen religión.

Su tema es el mismo y muy elocuente; a me­nudo mueve sentimientos que ningún otro predi­cador podría alcanzar, y trae lágrimas a los ojos de los que casi nunca lloran. Se dirige siempre a la conciencia y al corazón. Nadie puede refutar sus argumentos; ni hay corazón que no se con­mueva con la fuerza de su predicación. La mayor parte de la gente lo odia, pues tiemblan en su presencia, pero de una manera u otra siempre se hace oír.

Visita cada hogar

No es elegante, ni cortés. De hecho, a menudo interrumpe los actos públicos y se entremete en los goces privados de la vida. Llega a la tienda, a la oficina, a la fábrica; aparece entre legisladores, se introduce entre la gente de alta posición, y en re­uniones religiosas en tiempos muy inoportunos. Se llama ¡La muerte!

Ocupa un lugar en los diarios. Las tumbas le sir­ven de púlpito, sus congregaciones van y vienen del cementerio. La ausencia repentina del vecino, la separación solemne del ser querido, del amigo fiel; el vacío tremendo dejado por la esposa que partió o el hijo idolatrado que se fue, todo esto han sido sermones elocuentes del viejo predicador.

Algún día, muy pronto, tú le servirás de texto y por el círculo desolado de tu familia predicará a otros al lado de tu sepulcro. Dale gracias a Dios que ahora estás en el mundo de los vivientes y que todavía no has muerto en tus delitos y pecados. Podrás deshacerte de la Biblia; burlarte de su en­señanza; menospreciar sus avisos; rechazar al Sal­vador de quien trata.

Podrás rehusar de tener contacto con el predicador del evangelio. No estás obligado a ir a ninguna iglesia o misión; podrás hacerte a un lado cuando se predica el evangelio en la calle. Puedes destruir este folleto y cualquier otro que venga a tus manos.

Pero, ¿qué vas a hacer con este predicador anti­cuado de quien te hablo?

Considera bien

¡Considera, tú, hombre o mujer, lo que te espera! Tus días pronto pasarán. Tus placeres terminarán. Después de todo tienes que morir, pues ”está esta­blecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27).

Detente y considera este asunto. ¿No hay causa para que uno muera? Sólo hay una contestación a esta pregunta; y mientras exista este predicador viejo, su mensaje será el mismo. ¡Escucha! ”Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos peca­ron” (Romanos 5:12).

La caída del hombre no es un mero dogma teoló­gico, sino una realidad innegable evidenciada por la historia del mundo y nuestra propia experien­cia. El pecado no es sólo una palabra fea en la Bi­blia o en los labios de un moralista; es un tene­broso poder universal que marchita al mundo con su presencia. “Así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.” Tú, lector, estás implicado en este asunto, has pecado; sobre ti descansa la sentencia de muerte.

Después de tu muerte, de nada habrá valido mo­rir en un palacio o en una chocita. Lo que importa para toda la eternidad es el estado espiritual de tu alma delante de Dios cuando mueres. Si mueres en tus pecados, desechando la sangre expiatoria del Hijo de Dios, tu destino ya está sellado. Todos los ”incrédulos... tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte se­gunda” (Apocalipsis 21:8). Si mueres con la fe en Cristo Jesús estarás con Él en la gloria. Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25).

Nunca antes el viejo predicador había hablado tan fuerte y en tono tan solemne como cuando Je­sús fue al Calvario. La santidad divina no estima el pecado como cosa liviana. La pena completa de la culpa—la paga del pecado en su realidad más obscura y terrible—cayó sobre el Substituto sin pecado. Tomó nuestro lugar en la muerte y en el juicio, para que fuéramos aceptados en gracia de­lante de Dios.


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Preacher of the Old School

Many preachers have given up the old ideas about the total corruption of mankind. People are not often told that they are guilty sinners before a holy God. Such sermons are looked on as relics of the Dark Ages. There is, however, one old school preacher, and he speaks today as boldly as ever. He is not popular, though the world is his parish, and he travels over every part of the globe and speaks in every language under the sun. He visits the poor, calls on the rich, and preaches to people of every religion and many of no religion.He is an eloquent preacher — often stirs feelings which no other preacher could reach and brings tears into eyes that seldom weep. He addresses himself to the conscience and the heart. His arguments none are able to refute, nor is there any heart that has remained completely unmoved by the force of his appeals. Most people hate him, and many are afraid in his presence.

He is not polite. In fact, he often interrupts in public and breaks in rudely on the private pleasures of life. He frequents stores, the office and the factory; he appears among legislators and intrudes on fashionable and religious gatherings at inconvenient times. His name is DEATH.

You can’t read the news without finding that he has a corner in it. You often see his congregations passing to and from the graveyard. Soon he may take you for his subject, and in your bereaved family circle and by your graveside he may be preaching to others. Let your heart thank God this moment that you are still in the land of the living — that you have not yet died in your sins!

You may get rid of the Bible; you may ridicule its teaching; you may despise its warnings; you may reject the Saviour. You can get away from preachers of the gospel. You are not compelled to go to church. It is in your power to burn this paper and every other tract that comes into your possession. But what will you do with death?

After all, before long, you will die. “It is appointed unto men once to die, but after this the judgment” (Hebrews 9:27). Isn’t there a reason for death? Is it by accident that a person with such powers has such a feeble end? There is only one answer to these questions. “By one man SIN entered into the world, and death by sin” (Romans 5:12). Sin is not simply an ugly word in the Bible; it is a dark universal power which scars the world by its presence. “Death passed upon all men, for that all have sinned” (Romans 5:12). You have sinned; the sentence of death has been passed on you.

One second after your death, it won’t matter to you whether you died in a palace or a pit. Your whole eternity will depend on the state in which you die. If you “die in your sins,” having rejected the cleansing blood of the Son of God, your doom is sealed. All unbelievers “shall have their part in the lake which burneth with fire and brimstone: which is the second death” (Revelation 21:8).

Which of the two following phrases will describe you? “Died Without Mercy” (Hebrews 10:28) or “Died in Faith” (Hebrews 11:13)?

“The wages of sin is death; but the gift of God is eternal life through Jesus Christ our Lord” (Romans 6:23). “God commendeth His love toward us, in that, while we were yet sinners, Christ died for us” (Romans 5:8). Divine holiness could not treat sin casually. The full penalty of guilt — the wages of sin in all its dark reality — passed upon the sinless Substitute. He took our place in death and judgment, that we might have His place of acceptance and favor before God.

You may die unsaved; you will not die unloved.