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I. LA BIBLIA


«Escríbile las grandezas de mi ley, y fueron tenidas por cosas ajenas»  (Oseas 8:12).


He aquí la queja de Dios contra Efraim. Él nos muestra su bondad al reprender a sus descarriadas criaturas, y vemos su amor cuando inclina la cabeza atento a lo que ocurre en la tierra. Si quiere, puede hacerse un vestido con la noche, rodear sus brazos con pulseras de estrellas y ceñir su frente con los rayos del sol como diadema; puede morar solo, lejos, muy lejos de este mundo, más allá del séptimo cielo, y contemplar con serena y silenciosa indiferencia todo cuanto sus criaturas hacen. Puede hacer como Júpiter que, según creían los paganos, estaba siempre en eterno silencio, agitando a veces su terrible cabeza, mandando a las Parcas según su voluntad, ignorando las cosas pequeñas de esta tierra, y considerándolas indignas de llamar su atención; absorto en su propio ser, abstraído en sí mismo, viviendo solo y apartado. Y yo, como una de Sus criaturas, podría subir a la cima de las montañas en una noche estrellada, y a su mudo silencio decirles: “Vosotros sois los ojos de Dios, pero no me miráis a mí; vuestro brillo es don de su omnipotencia, pero vuestros rayos no son sonrisas de amor para mí. Dios, el Poderoso Creador, me ha olvidado; soy una gota despreciable en el océano de la creación, una hoja seca en el bosque de la vida, un átomo en el monte de la existencia. Él no me conoce, estoy solo, solo.” Pero no es así, amados. Nuestro Dios es muy diferente. Él repara en cada uno de nosotros. No existe pájaro ni gusano que escape a sus decretos. No hay ser sobre el que sus ojos no reposen; nuestros hechos más íntimos y secretos, Él los conoce; en todo cuanto hagamos, soportemos o suframos, su mirada esta pendiente de nosotros y su sonrisa nos cobija si somos su pueblo-, o estamos bajo su enojo -si nos hemos apartado de El-¡Oh! Cuán infinitamente misericordioso es Dios, que contemplando a los hombres no retira su sonrisa de ellos para que perezcan. Vemos en este pasaje que Dios se acuerda del hombre, por cuanto dice a Efraim: “Escribíle las grandezas de mi ley, y fueron tenidas por cosas ajenas”.

 

Observad cómo al ver el pecado del hombre no desecha a éste ni lo aparta despectivamente con su pie, ni tampoco lo suspende sobre el abismo del infierno hasta hacerle estallar el cerebro por el terror, para, finalmente, arrojarle en él para siempre; antes al contrario, Dios desciende del cielo para tratar con sus criaturas, pleitea con ellas, se rebaja, por así decirlo, al mismo nivel que los pecadores, les expone sus quejas y defiende sus derechos. ¡Oh! Efraim, te he escrito las grandezas de mi ley, pero las has tenido por cosa ajena.

 

Estoy aquí esta noche como enviado de Dios, amigos míos, para tratar con vosotros como embajador suyo; para acusar de pecado a muchos de vosotros; para, con el poder del Espíritu Santo, mostraros vuestra condición; para que seáis redargüidos de pecado, de justicia y de juicio. El delito del que os acuso es el que leemos en este versículo. Dios os ha escrito las grandezas de su ley, pero las habéis tenido como cosa ajena. Es precisamente sobre este bendito libro, la Biblia, que os quiero hablar. Este será mi texto: la Palabra de Dios. Este es el tema de mi sermón, un tema que requiere más elocuencia de la que yo poseo, y sobre el que podrían hablar miles de oradores a la vez; grandioso, vasto e inagotable asunto que, aun consumiendo toda la elocuencia que hubiera hasta la eternidad, no quedaría agotado.


Sobre la Biblia tengo tres cosas que deciros, y las tres están en el texto. Primeramente su autor: “Escribíle”; segundo, el tema: Las grandezas de la ley de Dios; y tercero, el trato que han recibido: Fueron tenidas por muchos como cosa ajena. I. ¿Quién es EL AUTOR? El mismo texto nos dice que es Dios. “Escribíle las grandezas de mi ley” He aquí mi Biblia, ¿quién la escribió? La abro y observo que se compone de una serie de opúsculos. Los cinco primeros fueron escritos por un hombre llamado Moisés. Paso las páginas y veo que hay otros escritores tales como David, y Salomón. Encuentro a Miqueas, Amós, Oseas. 

 

Sigo adelante y llego a las luminosas páginas del Nuevo Testamento, y allí están Mateo, Marcos, Lucas y Juan; Pablo, Pedro, Santiago y otros; pero cuando cierro el libro me pregunto: ¿Quién es su autor? ¿Pueden estos hombres, en conjunto, atribuirse la paternidad de este libro?

 

¿Son ellos    Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres realmente los autores de este extenso volumen? ¿Se reparten entre todos el honor? Nuestra fe santa nos dice que no. Este libro es la escritura del Dios viviente; cada letra fue escrita por el dedo del Todopoderoso, cada palabra ha salido de sus labios sempiternos; cada frase ha sido dictada por el Espíritu Santo. Aunque Moisés escribió su narración con ardiente pluma, fue Dios el que guió su mano. David tocaba el arpa haciendo que dulces y melodiosos salmos brotasen de sus dedos, pero era Dios quien movía sus manos sobre las cuerdas vivas de su instrumento de oro, Salomón entonó cánticos de amor, y pronunció palabras de profunda sabiduría, pero fue Dios el que dirigió sus labios, y Suya es la elocuencia del Predicador. Si sigo al atronador Nahum con sus caballos surcando las aguas, o a Habacuc cuando vio las tiendas de Cusán en aflicción; si leo de Malaquías con la tierra ardiendo como un horno; si paso a las plácidas páginas de Juan que nos hablan del amor, o a los severos y fogosos capítulos de Pedro que nos cuentan del fuego que devora a los enemigos de Dios; o a Judas, que lanza anatemas contra sus adversarios; siempre, y en cada uno de ellos, veo que es Dios quien habla. Es su voz, no la del hombre; son las palabras del Eterno, del Invisible, del Todopoderoso, de Jehová. La Biblia es la Biblia de Dios, y cuando la contemplo, paréceme oír una voz que sale de ella diciendo: “Soy el libro de Dios; hombre, ¡léeme!


Soy su escritura; abre mis hojas, porque he sido escrito por El; léelas, porque Él es mi autor, y le verás visible y manifiesto en cualquier lugar”. “Escribíle las grandezas de mi ley.” ¿Cómo sabréis que Dios escribió este libro? No intentaré responder a esta pregunta. Podría hacerlo si quisiera, porque hay razones y argumentos suficientes, pero no pienso robaros el tiempo esta noche exponiéndolos a vuestra consideración. No, no lo haré. Si quisiera, os hablaría de la grandeza de estilo que está por encima de la de cualquier escrito humano, y que todos los poetas que en el mundo han sido, con todas sus obras juntas, no podrían ofrecernos tan poético y extraordinario lenguaje como encontramos en la Escritura. Los temas que en ella se tratan escapan al intelecto humano. ¿Qué hombre tendría capacidad para inventar las grandes doctrinas de la Trinidad de Dios? Nadie podría narrarnos la creación del universo. Ningún humano puede ser el autor de la sublime idea de la Providencia, por la que toda las cosas son ordenadas según el deseo de un Ser Supremo, y que todas ellas obran para bien. Podría hablaros de su sinceridad, pues vemos que no oculta las faltas y errores de sus escritores; de su unidad, pues nunca se contradice; de su subyugante sencillez, para que el más simple pueda leerla. Y así, un centenar más de cosas que nos probarían hasta la saciedad que este libro es de Dios; pero no he venido aquí a hacerlo. Soy ministro de Cristo, y vosotros cristianos, o al menos así lo profesáis, y ningún siervo de Dios necesita sacar a la luz razonamientos incrédulos para rebatirlos. Sería la necedad más grande del mundo. Los infieles, pobres criaturas, no conocen sus propios argumentos hasta que nosotros se los decimos, y ellos, juntándolos poco a poco, vuelven a arrojarlos como despuntadas lanzas contra el escudo de la verdad. Es un desatino sacar estos tizones del fuego del infierno, aunque se este bien preparado para apagarlos. Dejad que el mundo aprenda sus propios errores; no seamos propagadores de sus falsedades. En verdad que hay predicadores que, estando faltos de argumentos, los sacan de cualquier parte; pero los elegidos de Dios no tienen necesidad de esto, porque son enseñados por Él, y Él mismo les provee de temas, palabras y poder. Quizá, algunos de los que me escucháis habéis entrado aquí sin fe, hombres racionalistas, librepensadores. No argumentaré con los tales.  

 

Confieso que no estoy aquí para discutir, sino para predicar lo que conozco y siento. Pero sabed que yo también he sido como uno de ellos. Hubo un mal momento en mi vida, cuando leve el ancla de mi fe, solté las amarras de mis creencias y, no queriendo permanecer ya por más tiempo anclado firmemente en el puerto de la revelación, dejé que mi nave surcara la mar impulsada por el viento. Dije a la razón: “Sé tu mi capitán”, y a la inteligencia: “y tú mi timón”. Así comencé mi loco viaje; pero, ¡gracias a Dios! Todo acabó ya. Os contaré esta breve historia: Fue una travesía precipitada por el tempestuoso océano del librepensamiento. A medida que avanzaba, los cielos empezaron a oscurecerse; pero, en compensación, el agua era brillante con fulgores de esplendor. Saltaban centellas, cosa que me agradaba en gran manera, y pensé: “Si esto es el librepensamiento, es una cosa maravillosa”. Mis ideas parecían gemas podía esparcir las estrellas con mis manos; pero pronto, en lugar de aquel fulgor de gloria, horribles demonios surgieron de las aguas, y como quisiera golpearles, bramando me mostraron sus dientes rechinantes; se asieron a la proa de mi barco y me arrastraron. Yo, en cierto modo, me sentía


Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres feliz, embriagado por la velocidad, pero estremecido por la celeridad con que rebasaba los viejos límites de mi fe. Corría con tan terrible rapidez, que empecé a desconfiar hasta de mi propia existencia; dudé de si el mundo era verdad; pensé si era posible que existiera algo como yo. Llegué al borde mismo del reino sombrío de la incredulidad, al fondo mismo del mar de la infidelidad. Dudaba de todo. Pero aquí Satanás se engañó a sí mismo, porque lo disparatado de estas dudas me demostró lo absurdo de ellas. Y fue cuando vi el fondo de aquel mar que oí una voz que decía: “¿Y puede esta duda ser verdad?” Al grito de este pensamiento volví a la realidad. Salí de aquel sueño de muerte que, bien sabe Dios, podía haber condenado mi alma y destruido mi cuerpo si no hubiese despertado. Cuando me levanté, la fe tomó el timón; desde aquel momento nunca más dudé. La fe gobernó mi barca y la hizo regresar, mientras yo gritaba: “¡Fuera de aquí, fuera de aquí!” Eché mi ancla en el Calvario, levanté los ojos a Dios, y heme aquí vivo y libre del infierno. Por eso os hablo de lo que yo conozco, porque he hecho tan peligroso viaje y he regresado a puerto sano y salvo. ¡Pedidme que sea incrédulo otra vez! No, ya lo probé. Fue dulce al principio, pero amargo después. Ahora, atado más firmemente que nunca al Evangelio de Dios, firmes mis pies sobre una roca más dura que el diamante, desafío los razonamientos infernales a que me muevan, “porque yo sé a quien he creído, y estoy cierto que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día”. No voy a refutar ni a argumentar esta noche. Vosotros profesáis ser cristianos, pues de otro modo no estaríais aquí-, aunque vuestra profesión bien puede ser falsa, y lo que decís ser, tal vez sea todo lo contrario de lo que en realidad sois. Aun así, supongo que todos creéis que ésta es la Palabra de Dios. Permitid, pues, que exponga un par de pensamientos sobre esto: “Escribíle las grandezas de mi ley”.


Examinad este libro, amigos míos, y admirad su autoridad. No es un libro corriente; no contiene las máximas de los sabios de Grecia, ni los discursos de los filósofos de la antigüedad. Si estas palabras hubiesen sido escritas por el hombre, podríamos desecharlas; pero, ¡oh!, dejadme meditar en este solemne pensamiento: este libro es el manuscrito de Dios, estas son sus palabras. Dejadme inquirir su antigüedad: está fechado en los collados del cielo. Permitid que considere sus palabras: son destellos de gloria para mis ojos. Dejad que lea sus capítulos: rebosan de grandeza y misterios escondidos. Sus profecías están henchidas de increíbles maravillas. ¡Oh, libro de los libros! ¡Y que tú hayas sido escrito por mi Dios! Me postro ante ti. Tú, libro, tienes plena autoridad; tú eres el edicto del Emperador del cielo. Lejos esté de mí usar de mi razón para contradecirte. ¡Razón!, tu lugar está en considerar y averiguar lo que este volumen quiere decir, no lo que debería decir. Venid, intelecto y razón míos, sentaos y escuchad, porque estas palabras son las palabras de Dios.


Me siento incapaz de extenderme en este pensamiento. ¡Oh, si pudierais recordar que esta Biblia ha sido verdadera y realmente escrita por Dios!; Oh, si se os hubiese permitido la entrada en las cámaras secretas del cielo, y hubieseis podido contemplar a Dios empuñando la pluma mientras escribía estas maravillosas letras, seguro que las respetaríais! Mas podéis creer que es el manuscrito de Dios; tanto como si hubieseis estado presentes cuando lo escribía. La Biblia es un libro digno de crédito, es un libro autoritativo, porque lo escribió Dios. ¡Temblad, temblad, no sea que lo despreciéis; reparad en su autoridad, porque es la Palabra de Dios! Así pues, al ser obra de Dios, notemos su veracidad. Si yo fuese su autor, gusanos censuradores la poblarían inmediatamente, mancillándola con sus larvas diabólicas. Si la hubiese escrito yo, no faltarían hombres que la destrozaran en seguida, y tal vez con razón. Pero no; es la Palabra de Dios. ¡Venid y buscad en qué criticarla, y descubrid sus defectos; examinadla desde el Génesis al Apocalipsis y encontrad un error! Ella es veta de oro puro sin mezcla de materia terrena. Es estrella sin mácula, sol de perfección luz sin penumbra, luna resplandeciente, gloria sin sombra.


¡Oh, Biblia!, no se puede decir de ningún libro que sea perfecto y puro; pero nosotros podemos decir de ti que toda la sabiduría se encuentra encerrada en tus páginas, pura y perfecta. Es el juez que pone fin a toda discusión cuando la inteligencia y la razón fracasan. Es el libro no manchado por el error, porque es puro, sin mixtura, verdad perfecta. ¿Por qué? Porque Dios lo escribió. ¡Ah! Acusad a Dios de error, si queréis; decidle que este libro no es lo que debiera ser. Sé de personas a las que, con orgullosa falsa modestia, les gustaría enmendar la Biblia, y (casi me ruborizo al decirlo) he oído ministros de Dios que han alterado Su palabra, porque la temían. ¿Nunca habéis oído decir: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere -¿qué dice la

Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres Escritura?- “será condenado”? Pero esto no suena bien ni es muy fino; por eso dicen: “será culpable”. ¡Caballeros!, déjense de “hermosear” la Biblia, y prediquen la Palabra de Dios; no necesitamos ninguna de sus alteraciones. He oído a personas que, orando, en vez de decir: “hacer firme vuestra vocación y elección”, dicen: “hacer firme vuestra vocación y salvación”. ¡Qué lástima que no hubieran nacido cuando Dios moraba en los tiempos remotos; podrían haberle enseñado a escribir! ¡Oh, inconcebible impudicia y orgullo desmedido! ¡Tratar de dictar al Sabio de los sabios, enseñar al Omnisciente e instruir al Eterno! Singular cosa es que haya hombres tan viles que usen el cuchillo de Joacim para mutilar la Palabra de Dios, porque haya pasajes que no les sean gratos. ¡Oh, tú, que sientes aversión por ciertas partes de la Santa Escritura!, sabe con certeza que tu gusto está corrompido y que la voluntad de Dios no se sujeta a tu pobre opinión. Tu desagrado es la verdadera razón por la que El la escribió; porque no tenías por que estar de acuerdo, ni tienes derecho a ser complacido; por ello, Dios escribió lo que a ti no te gusta: la Verdad. Postrémonos reverentemente ante ella, porque es inspirada por Él. Es la verdad pura. De esta fuente mana agua vitae -”agua de vida”- sin una partícula de tierra; de este sol nacen rayos de esplendor sin sombra alguna. Bendita Biblia; tú eres toda la verdad.


Antes de dejar este punto, parémonos a considerar la misericordia de Dios al escribirnos la Biblia. ¡Ah! Él podía haber dejado que anduviésemos a tientas nuestro camino de tinieblas, como los ciegos palpan buscando la pared. Podía habernos dejado en nuestro extravío, guiados solamente por la estrella de la razón. Recuerdo un caso que le ocurrió al señor Hume, quien constantemente afirmaba que la luz de la razón es de sobra suficiente. Estando en casa de un buen ministro de Dios una noche, había estado discutiendo sobre este asunto, manifestando su firme convicción en la suficiencia de la luz natural. Al marchar, el siervo de Dios se ofreció a alumbrarse con una bujía, en tanto que bajaba la escalera. “No, me bastará con la luz de la naturaleza; con la luna será suficiente”, respondió. Pero ocurrió que la luna estaba oculta por una nube, y nuestro hombre, tropezando. cavó escaleras abajo. “¡Ah!”, dijo el ministro, “a pesar de todo. hubiese sido mejor haber tenido alguna lucecita desde arriba. señor Hume.” De manera que, aun suponiendo que la luz natural fuese suficiente, sería mejor que tuviéramos además alguna desde arriba, y así, si que estaríamos seguros de no tropezar, pues mejor son dos luces que una. La creación nos alumbra con brillante luz. Podemos ver a Dios en las estrellas, su nombre está escrito con letras de oro en el rostro de la noche; podéis descubrir su gloria en las olas del océano, y en los árboles del campo.


Pero es mejor leer en dos libros que en uno. Le encontraréis aquí más diáfanamente revelado, porque Él mismo ha escrito este libro y os ha dado la clave para entenderlo, si tenéis el Espíritu Santo. Amados hermanos, demos gracias a Dios por esta Biblia. Amémosla y considerémosla más preciosa que el oro más fino. Una observación más, y paso al segundo punto. Si ésta es la Palabra de Dios, ¿qué será de los que no la habéis leído desde el mes pasado? “¿Desde el mes pasado? ¡Pero si no lo he hecho en todo el año!” Y muchos de vosotros no la habéis leído, nunca. La mayoría de la gente trata a la Biblia muy educadamente. Tienen una edición de bolsillo primorosamente encuadernada, la envuelven en un blanco pañuelo, y así la llevan al culto. Cuando regresan a casa la guardan en un cajón y.. ¡hasta el próximo domingo! Entonces, la vuelven a sacar para agradarla, y la llevan a la capilla; todo cuanto la pobre Biblia recibe es este paseo dominical. Esa es vuestra manera de tratar a tan celestial mensajero. Hay suficiente polvo sobre vuestras Biblias para que con vuestro propio dedo podáis escribir: “Condenación”. Muchos de vosotros no la habéis hojeado desde hace mucho, mucho, mucho tiempo, y, ¿qué pensáis? Os dio palabras bruscas, pero verdaderas. ¿Qué dirá Dios, finalmente, cuando vayáis a su presencia? “¿Leíste mi Biblia? “ “No.” “Te escribí una carta de misericordia, ¿la has leído?” “No.” “¡Rebelde! Te envié una carta invitándote a venir; ¿es que jamás la leíste?” “Señor, nunca rompí el lacre: siempre la guardé bien cerrada.” “¡Desdichado!”, dice Dios. “entonces, bien mereces el infierno; si te escribí esta carta de amor, y ni siquiera quisiste romper el sello, ¿qué haré contigo?” ¡Oh! No permitáis, que tal ocurra con vosotros. Sed lectores de la Biblia; sed escudriñadores de la Palabra.

 

II. Nuestro segundo punto es: LOS TEMAS DE LOS QUE TRATA LA BIBLIA.

 

Las palabras del texto son: “Escribíle las grandezas de mi ley. El Libro de Dios siempre habla sola y  Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres exclusivamente de grandes cosas. No hay nada en el que no sea importante. Cada versículo encierra un solemne significado, y si todavía no lo hemos hallado, esperamos hacerlo. Habéis visto las momias cubiertas por vueltas de vendas. Bien, la Biblia de Dios es algo parecido; hay numerosos rollos de blanco lino, tejidos en el telar de la verdad, de manera que tendréis que devanar rollo tras rollo hasta encontrar el verdadero significado de lo que está escondido; y cuando creáis haberlo hallado, aun continuaréis desentrañando las palabras de este maravilloso volumen por toda la eternidad. No hay nada en la Biblia que no sea grandioso. Todas las cosas de la Biblia son grandes. Algunas personas piensan que no importa la doctrina que uno crea; que da lo mismo asistir a una iglesia que a otra, que todas las denominaciones son iguales. Hay un ser, el señor Fanatismo, al que detesto sobre todas las cosas, y al que jamás he hecho ningún cumplido ni he prodigado elogio; pero hay otro al que odio igualmente; se trata del señor Latitudinarismo, individuo bien conocido que ha descubierto que todos somos iguales. Yo doy por cierto que una persona puede ser salva en cualquier iglesia. Algunas lo han sido en la de Roma, unos pocos benditos hombres cuyos nombres podría citaros. También sé, ¡bendito sea Dios!, que gran número son salvas en la iglesia Anglicana; en ella hay una hueste de sinceros y piadosos hombres de oración. Creo que todas las ramas del protestantismo cristiano tienen un remanente según la elección de gracia, remanente que en todas ellas ha sido la sal que ha evitado la corrupción. Pero cuando me expreso en estos términos, ¿creéis que las sitúo a todas al mismo nivel? ¿Están todas igualmente en lo cierto? Una dice que el bautismo de infantes es correcto, otras que no. Vosotros decís que ambas tienen razón, pero yo no lo veo así. Una enseña que somos salvos por la gracia de Dios, otra que no, sino que es nuestro libre albedrío el que nos salva; con todo, vosotros creéis que las dos están en lo cierto; yo no lo entiendo así. Una dice que Dios ama a su pueblo y nunca dejará de amarle; otra, que no, que Él no les amó hasta que ellos le amaron a Él; que unas veces lo ama y otras deja de hacerlo, volviéndole la espalda. Ambas pueden tener razón en lo esencial, pero nunca cuando una dice “si” y otra “no”. Para verlo así necesitaría unas gafas que me ayudaran a ver hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo. No puede ser, señores, que ambas tengan razón, a pesar de que hay quien dice que las diferencias no son esenciales. Este texto dice: “Escribíle las grandezas de mi ley”. No hay nada en la Biblia de Dios que no sea grande. ¿Os habéis parado a pensar alguna vez cual será la más pura de todas ellas? “¡Oh!”, decís, “nunca nos hemos planteado ese problema. Nosotros vamos donde nuestros padres fueron.” ¡Magnífico! Es una convincente razón naturalmente. Vais donde vuestros padres fueron. Creía que erais gente sensata, y nunca pensé que os dejaríais llevar por otros en vez de por vuestra propia convicción. Amo a mis padres sobre todo lo que alienta, y el solo hecho de que creyeran que una cosa es verdad, me ayuda a pensar que lo es; pero yo no les he seguido.


Pertenezco a diferente denominación, y doy gracias a Dios por ello. Puedo recibirles como hermanos en Cristo, pero nunca pensé que, porque ellos sean una cosa, yo he de ser lo mismo. Nada de esto. Dios me dio un cerebro y he de utilizarlo; y si vosotros también lo tenéis, haced uso de él. No digáis nunca que no importa. Si que importa. Todo cuanto Dios ha escrito aquí, tiene suprema importancia: Él jamás hubiera puesto algo que fuera indiferente. Todo cuanto hay aquí tiene valor; por lo tanto, escudriñad todos los temas, probadlo todo por la Palabra de Dios. No tengo ningún reparo en que lo que yo predique sea probado por este libro. Dadme solamente un auditorio imparcial y la Biblia. y si digo algo que la contradiga, me retractaré de ello el próximo domingo. Buscad y mirad, pero no digáis: “No vale la pena. no tiene importancia”. Cuando Dios    habla, siempre es importante.


Pero, aunque todo en la Palabra de Dios es importante. no todo lo es en la misma medida. Hay ciertas verdades básicas y fundamentales que deben ser creídas para ser salvo. Si queréis saber qué es lo que debéis creer para ser salvos. encontraréis las grandezas de la ley de Dios entre estas cubiertas; todas están aquí. Como compendio o resumen de ellas recuerdo lo que siempre decía un amigo mío: “Predica las tres “erres” y Dios no dejará de bendecirte”. “¿Qué son las tres “erres”?” le dije, y me respondió “Ruina, Redención y Regeneración”. Estas tres cosas contienen la esencia y el todo de la teología. “R” de ruina. Todos fuimos arruinados en la caída, nos perdimos cuando Adam pecó y nos perdemos por nuestras propias transgresiones, por la perversidad de nuestro corazón, por nuestros malos deseos, y nos perderemos a menos que la  conoceréis la verdad y la verdad os hará libres gracia nos salve. “R” de redención Somos redimidos por la sangre de Cristo como la de un cordero sin mancha ni contaminación, rescatados por su poder, redimidos por sus méritos, y libres por su potencia. “R” de regeneración. Si queremos ser perdonados, tenemos que ser regenerados, porque nadie puede ser partícipe de la redención sin ser regenerado. Podemos ser tan buenos como queramos, y servir a Dios a nuestro modo tanto cuanto gustemos, pero si no hemos sido regenerados, si no tenemos un corazón nuevo, si no nacemos otra vez, aún estamos en la primera “R”, en la ruina, en la perdición. Esto es un pequeño resumen del Evangelio, pero creo que hay otro mejor en los cinco puntos del calvinismo: Elección conforme a la presciencia de Dios, natural depravación y pecaminosidad del hombre, redención limitada por la sangre de Cristo, llamamiento eficaz por el poder del Espíritu, y perseverancia final por el poder de Dios. Creo que, para ser salvos, hemos de creer estos cinco puntos; pero no me agradaría escribir un credo como el de Atanasio, que empieza así: “Todo aquel que quiera ser salvo, deberá creer en primer lugar la fe católica, la cual es ésta”; al llegar a este punto tendría que pararme porque no sabría cómo continuar. Sostengo la fe católica de la Biblia, toda la Biblia y nada más que la Biblia. No es cosa mía el redactar credos, sino el deciros que escudriñéis las Escrituras, porque ellas son la palabra de vida.

 

Dios dice: “Escribíle las grandezas de mi ley”. ¿Dudáis de estas grandezas? ¿Creéis que no son dignas de prestarles atención? Piensa un momento, hombre, ¿dónde te hallas ahora? “Heme aquí, en este desfiladero, Cabalgando entre dos mares eternos; Una franja, un segundo en el sendero, Puede hundirme por siempre en los infiernos O alojarme en la Casa del Cordero.” Recuerdo que una vez estaba yo en la playa, paseando sobre una estrecha faja de tierra, sin pensar que la marea pudiera subir. Las olas lamían constantemente ambas orillas, y abstraído en el mar de mis pensamientos permanecí allí por largo rato. Cuando quise regresar, me encontré ante una dificultad: las olas habían cortado el camino. De la misma manera, todos nosotros caminamos cada día por una estrecha senda, y hay una ola que sube más y más; ved cuán cerca está de vuestros pies, y detrás de ésta siguen otra y otra; a cada tictac del reloj “nuestros corazones, como sordos tambores, redoblan marchas fúnebres camino de la tumba”. Cada día que transcurre es un paso más hacia el sepulcro. Pero, este libro me dice que, si soy convertido, un cielo de gozo y amor me recibirá cuando muera; brazos de ángeles me estrecharán, y yo, llevado por querúbicas alas, con el alba me elevaré, y más allá de las estrellas, donde Dios tiene su trono, moraré para siempre.


«Lejos de un mundo de pecado y llanto, Con Dios eternamente moraré.» ¡Oh!, cálidas lágrimas brotan de mis ojos, el corazón se me hace demasiado grande para mi pecho, y la cabeza se me va al solo pensamiento de: «Jerusalén, mi hogar feliz, Tu nombre es siempre dulce para mí». ¡Oh!, cuán deleitosa escena allende las nubes; placenteros prados de delicados pastos y ríos de delicia. ¿No son éstas grandes cosas? Pobre alma no regenerada: la Biblia dice que, si estás perdido, lo estás para siempre; que si mueres sin Cristo y sin Dios, no hay esperanza para ti; que hay un lugar donde leerás en letras de fuego: “Sabías tu obligación, pero no la cumpliste”. Serás echado de su presencia con un: “Apártate de mí”. ¿No son grandes estas cosas? Señores, tanto como el cielo es deseable y el infierno aborrecible, el tiempo breve y la eternidad infinita, el alma 


Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres preciosa, el castigo eludido y el cielo buscado, tanto como Dios es eterno y sus palabras ciertas, estas cosas son grandes; son cosas que debéis escuchar. Nuestro último punto a considerar es: EL TRATO QUE LA POBRE BIBLIA RECIBE EN ESTE MUNDO. La Biblia es tenida como cosa ajena. ¿Qué quiere decir esto? En primer lugar, que es completamente ajena a muchas personas porque nunca la han leído. Recuerdo que, leyendo en cierta ocasión el pasaje de David y Goliat, como me oyera una persona más bien entrada en años, me dijo: “¡Dios mío! Qué historia tan interesante; ¿en que libro está?” También me viene a la memoria otra persona que, hablando conmigo, expresaba cuán profundo era su sentimiento, ya que tenía enormes deseos de servir al Señor, pero encontraba otra ley en sus miembros. Abrí la Biblia y le leí en Romanos: “Porque no hago el bien que quiero; mas el mal que no quiero, éste hago”. “¿Está esto en la Biblia?”, dijo ella, “pues no lo sabía.” No la censuré por su falta de interés por este libro, pero me pareció imposible poder hallar personas que ignorasen tal pasaje de la Escritura. Sabéis más del libro Mayor de vuestros negocios que de la Biblia, más de vuestro diario particular que de lo que Dios ha escrito. Muchos leeréis novelas de cabo a rabo, y, ¿qué provecho sacáis de ello? Alimentaros con pompas de jabón. Pero no podéis leer la Biblia; este manjar sólido, perdurable, substancioso y que satisface, permanece intacto, guardado en la alacena del abandono, mientras que todo cuanto escribe el hombre, el plato del día, es ávidamente devorado. “Escribíle las grandezas de mi ley, y fueron tenidas por cosas ajenas.” Tengo una dura acusación contra vosotros: No leéis la Biblia. Podéis decir, quizás, que no debo inculparos de tal cosa; pero más vale tener una mala opinión de vosotros, que no una demasiado buena. Algunos nunca la habéis leído entera, y vuestro corazón os dice que mis palabras son ciertas. No sois lectores de la Biblia. Tenéis una en vuestra casa, ya lo se, ¿o creéis que os considero tan paganos?; pero, ¿cuanto hace que no la habéis leído? ¿Cómo sabéis que las gafas que perdisteis hace tres años no están en el mismo cajón que ella? Muchos no habéis leído una sola página desde hace tiempo, y Dios puede decir de vosotros: “Escribíle las grandezas de mi ley, y fueron tenidas por cosas ajenas”.


Hay otros que leen la Biblia, pero dicen que es terriblemente árida. Aquel joven de allá opina que es una “lata”; ésta es la palabra con que la describe, y nos cuenta su experiencia: “Mi madre me dijo: “Cuando vayas a la ciudad lee un capítulo cada día”. Y yo por complacerla, se lo prometí. Ojalá no lo hubiera hecho. Ni ayer ni anteayer leí una sola letra. Estuve muy ocupado, no pude evitarlo”. No te gusta la Biblia, ¿verdad? “No, no hallo en ella nada que sea interesante.” ¡Ah!, no hace mucho tiempo que a mí me ocurría igual que a ti; no encontraba nada en ella. ¿Sabéis por qué? Porque los ciegos no pueden ver. Pero cuando el Espíritu tocó mis ojos, las escamas cayeron de ellos y, al influjo del ungüento sanador, descubrí sus tesoros. Un pastor fue un día a visitar a una señora ya anciana para llevarle el consuelo de algunas de las maravillosas promesas de la Palabra de Dios. Buscando, encontró en la Biblia de ella, escrito al margen, una “P”, y preguntó: “¿Qué significa esto?” “Esto quiere decir preciosa”, señor.” Poco más adelante descubrió una “P” y una “E” juntas, y como volviese a preguntar su significado, ella le respondió Esto, quiere decir “probada y experimentada”, porque yo la he probado y experimentado”. Si ésta es vuestra experiencia, si la consideráis lo más preciado para vuestras almas, sois cristianos; pero aquellos que desprecian la Biblia, “no tienen parte ni suerte en este negocio”. Si os parece árida, peor os parecerá el infierno en el que estaréis vosotros al fin. Si no la deseáis más que vuestra comida, no hay esperanza para vosotros, porque os falta la prueba más grande y evidente de vuestra fe cristiana.


Pero, ¡ay!, no es esto lo peor. Hay personas que, además de despreciarla, odian la Biblia. Si tenemos algunas entre estas paredes, seguramente se habrán dicho: “Vamos a ver lo que dice ese joven predicador”. Pues bien, he aquí lo que os digo: “Mirad, oh menospreciadores, y entonteceos y desvaneceos”. Os digo que “los malos serán trasladados al infierno, todas las gentes que se olvidan de Dios”. Y que “en los postrimeros días vendrán burladores, andando según sus propias concupiscencias.” Es más, si sois salvos, debéis encontrar vuestra salvación aquí. Por lo tanto, no menospreciéis la Biblia: escudriñadla, leedla, venid a ella. Estad seguros, oh burladores, que vuestras carcajadas no pueden alterar la verdad, ni vuestras burlas libraros de la perdición inevitable. Si en vuestra temeridad hicierais alianza con la muerte y firmarais un pacto con el Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres infierno, aun así, veloz justicia os alcanzaría, y poderosa venganza os derribaría. En vano os mofáis pues las verdades eternas son más poderosas que todos nuestros sofismas; no pueden vuestros ingeniosos dichos trastornar la veracidad divina ni variar una sola palabra de este libro de  revelación. ¡Oh! ¿Por qué altercáis con vuestro mejor amigo y maltratáis vuestro único refugio?

 

Aun hay esperanza para el que se burla. Esperanza en la obra omnipotente del Espíritu Santo y en la misericordia del Padre.


Una palabra más y termino. Amigo mío, el filósofo dice que esta muy bien el que yo exhorte a la gente a leer la Biblia; pero que hay otras muchas ciencias más interesantes y útiles que la teología. Muy agradecido, señor, por su opinión. ¿A qué ciencia se refiere usted? ¿A la de disecar escarabajos y coleccionar mariposas? “No, ciertamente no es a ésa.” ¿A la de tomar muestras de la tierra y hablarnos de sus diferentes estratos? “No, tampoco a esa precisamente.” ¿Qué ciencia, pues? “Todas ellas en general son más importantes que la Biblia.” ¡Ah!, ésa será su opinión, y habla de esa manera porque está lejos de Dios, pues la ciencia de Jesucristo es la más maravillosa de todas. Que nadie deje la Biblia porque no sea un libro de enseñanza y sabiduría, porque lo es. ¿Queréis saber de astronomía? Ella os habla del Sol de Justicia y de la Estrella de Belén. ¿De botánica? Sólo ella habla de plantas famosas como el Lirio de los Valles y la Rosa de Sarón. ¿De geología y mineralogía? En ella encontraréis la Roca de los Siglos y la Piedrecita Blanca con un nombre nuevo escrito, el cual ninguno conoce, sino aquel que lo recibe. ¿Queréis estudiar historia? Aquí están los anales más antiguos del género humano. Cualquier ciencia que sea, venid y buscadla en este libro. Vuestra ciencia está aquí. Venid, y bebed de esta plácida fuente de conocimiento y sabiduría, y seréis enseñados para vida eterna. Sabios e ignorantes, niños y hombres, los de blancos cabellos, jóvenes y muchachas, a vosotros hablo, os pido y suplico: respetad la Biblia y escudriñadla, porque pensáis que en ella tenéis vida eterna, y ella es la que da testimonio de Cristo.


He terminado. Vayamos a casa y pongamos por obra cuanto hemos oído. Conozco a una señora que, al ser preguntado sobre lo que recordaba del sermón de su pastor, dijo: “No recuerdo nada del mismo. Sólo se que dijo algo de pesos faltos y medidas fraudulentas, y que cuando llegué a casa he de quemar mis medidas de grano.” Si quemáis también vuestras medidas, si os acordáis de leer la Biblia, yo habré hablado suficiente. Quiera Dios, en su infinita misericordia, poner en vuestras almas, cuando cojáis su Santo Libro, los rayos iluminadores del Sol de Justicia, por la acción del siempre adorable Espíritu; de este modo, todo cuanto leáis será para vuestro provecho y salvación.


Podemos decir de la Biblia que
Es el arca de Dios, donde ha ordenado
Su plan revelador; de tal manera
La gloria y el tormento están mostrados,
Que sabe el hombre el fin de su carrera,
Si no le da un sentido equivocado.
Es de la eternidad la Santa Guía;
No ha de faltarle vida perdurable
Al que, estudiando esta cartografía,
Se lanza por sus mares

 

CHS