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John Ritchie;   Kilmarnock   Escocia - 1889

 

1 Introducción

 

Deseo expresar en pocas palabras el objeto que tenemos por delante al reunirnos así para escudriñar y meditar sobre las enseñanzas del tabernáculo. No es para instruir a los que por años han escudriñado e inquirido sobre este tema, y por lo tanto pueden regocijarse en sus riquezas. Tampoco es para explicar minuciosamente en todos sus detalles esta porción de la Palabra de Dios. Los que quieren hacerlo lo encontrarán un estudio interesante y un campo grande y fructuoso para un profundo estudio y meditación.

 

Nuestro deseo es más bien el de guiar a los corderitos del rebaño del Señor, los recién convertidos a Dios, a los pastos verdes, como el Espíritu Santo puede guiar, procuraremos señalar un poco de las cosas preciosas acerca de la persona y la obra de Cristo, tal como se encuentran en la superficie de estas figuras. Confiamos que los oyentes estén suficientemente interesados para cavar más profundamente en la mina por sí mismos.

Supongo que nos han llamado la atención a todos, al leer nuestra Biblia, las muchas figuras que ocupan el libro. Los primeros cinco libros son casi enteramente simbólicos, y muchas otras partes de la Palabra abundan en símbolos también. Este era el método del Señor de enseñar a su pueblo en los días antiguos. Cuando el Señor Jesús estaba aquí en la tierra, todos recordamos cuántas veces se valió de estas figuras para ilustrar las verdades que enseñaba. Ejemplos tenemos en Juan 3:14 y 6:31-33.

No podemos ni por un momento tornar en consideración las teorías escépticas y necias sobre aquellas partes de la Palabra de Dios que ostentan algunas personas que pretenden ser sabias. Ellos quieren hacernos creer que los pasajes que nos interesan son solamente para patriarcas e israelitas, y que podemos recibir poco o ningún provecho de ellos. ¡Hay hasta quienes dicen ahora que esos escritos no forman parte de las Escrituras inspiradas! Pero el más joven entre nosotros sabe mejor.

Estimamos esos pasajes como parte de la Santa Palabra de nuestro Padre, de la cual está escrito: “Todo la Escritura es inspirada por Dios y útil”, 2 Timoteo 3:16; “Las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron”, Romanos 15:4. La primera de estas escrituras nos asegura que los libros simbólicos son de Dios; la segunda, que son para nosotros.

En nuestros días de ignorancia no teníamos interés en largos capítulos acerca de bueyes y altares. O no los leíamos, o estábamos contentos de haberlos visto por encima. Éramos como una señorita de quien he leído, a quien fue regalado un libro con la solicitud de lo que leyera con cuidado. Por cortesía lo hizo, pero encontró el libro completamente insípido. Más tarde ella conoció al autor, se enamoró de él y luego se casó con él. ¡Con qué interés y placer ella leía el libro ahora! Lo hizo con afán, línea por línea, página tras página. ¿Por qué? Porque ella conocía y amaba a quien lo escribió. Así es ahora con los santos de Dios. Conocen a Dios y aman su libro. Las figuras son las ilustraciones de Dios mismo, y señalan a Cristo.

Me acuerdo haber visto en esta ciudad hace años una Biblia bien marcada, que pertenecía a una dama consagrada que ahora ha partido para estar con su Señor. En él margen ella había escrito: “En el Antiguo Testamento el Nuevo está escondido; en el Nuevo Testamento el Antiguo está revelado”. Esto expresa sencillamente la significación de las figuras y cómo podemos entenderlas. Es el Jesús del Nuevo Testamento a quien vemos en las figuras del Antiguo ¾ Jesús en el cordero, el altar, el sacerdocio; Jesús en las glorias variadas de su persona y en los aspectos variados de su obra. El creyente que tiene más conocimiento del Señor Jesús, que le ama más, verá más hermosuras en las figuras.

El amor tiene la vista penetrante; ve hermosura y perfección en su objeto donde el ojo del extraño no ve nada. Nos fijamos en los que amamos; las facciones del rostro, las costumbres, los hábitos y los lugares que frecuenta el ser amado, son observados todos. Cuánto más profunda es nuestra apreciación de Jesús, tanto más de cerca estudiemos cada figura que nos habla de Él. Acuérdese, no son rudos bosquejos; cada detalle admite inspección minuciosa, y cuanto más profundamente escudriñamos, tanto más encontraremos que las figuras son obra de Dios, y que, como Aquél de quien hablan, son inescrutables en sus riquezas.

A veces he reflexionado sobre cuán reales deben haber sido estas figuras para el Señor Jesús mientras los leía. Qué pensamientos deben haber llenado su santa alma cuando meditaba sobre el sacrificio del cordero pascual y la quema de la expiación por el pecado fuera del real, sabiendo que tenían que cumplirse en sí mismo.

Las figuras del Génesis son principalmente dispensacionales. Veamos el capítulo 1. Aquí en el versículo 1 tenemos la historia de la creación. Entonces viene la obra de seis días en la formación de la tierra para la habitación del hombre, empezando con la luz dada y terminando con el hombre creado en la imagen de Dios. La historia es muy interesante, pero lo es más una vez que aprendemos que es una figura de la nueva creación. De esto hablan 2 Corintios 5:17 y Efesios 2:10.

Es, pues, una ilustración de la obra de Dios por su Palabra y su Espíritu en el alma de un pecador desde que la entrada de la Palabra de Dios dio luz hasta el día perfecto cuando él será presentado en la imagen del cuerpo celestial. El capítulo 2 introduce a Adán y Eva. Adán es figura del que había de venir, Romanos 5:14; el postrer Adán; 1 Corintios 15:45; la cabeza de la nueva creación. Eva es una figura de la Iglesia, su esposa; véase Génesis 2:21-23 con Efesios 5:30-32. Las historias de Agar, la esposa para Isaac, y José rechazado por sus hermanos ¾ todas abundan en verdades típicas.

Éxodo es el libro de la redención. La pascua, el Mar Rojo y el tabernáculo con sus enseres son todos figuras de la redención y sus resultados en el pueblo de Dios.

Levítico es el libro del sacerdocio. Consiste mayormente en figuras que enseñan la manera de adorar y acercarse a Dios, y cómo la comunión con Dios puede ser mantenida o restaurada cuando se haya rota.

Quiera que el Resucitado, quien se acercó a los dos viajeros cansados en el camino de Emaús y “comenzando desde Moisés” les declaraba en todas las Escrituras lo que de Él decían, se acerque a nosotros y se revele mientras meditemos sobre estas porciones de su Palabra. Así arderá nuestro corazón en nosotros, y seguiremos con paso más ligero a nuestro hogar.

2 La nación y el sentido del tabernáculo

Conviene una palabra sobre la historia de este pueblo favorecido en cuyo medio estaba el tabernáculo. En Éxodo capítulo 1 tenemos un cuadro de Israel en servidumbre. No tenían ni tabernáculo ni nube de gloria. Como el pecador no convertido, eran esclavos; vivían sin Dios. Con todo, Él los amaba y, fiel a su promesa, los redimió. Éxodo capítulo 12 declara su redención; fue el nacimiento de un pueblo redi-mido.

Después viene su separación a Dios. El Mar Rojo se abrió para dejarlos salir del poder de Egipto, y se cerró detrás de ellos para guardarlos fuera de allí para siempre. Fueron sacados para estar solos con Dios en el desierto. Fue allí, lejos de los altares de Egipto y de sus dioses, que Dios bajó para habitar entre ellos. En este lugar el tabernáculo fue erigido.

Aprendemos una lección de esto. Ningún creyente que se detenga en Egipto debe esperar aprender las enseñanzas figurativas del tabernáculo. Mientras un hijo de Dios esté gobernado por las reglas del mundo y envuelto en sus abominaciones, muy poco sabrá de la comunión con su Dios. La promesa, “habitaré entre ellos”, es seguida por el precepto, “salid de en medio de ellos, y apartaos”, 2 Corintios 6:16,17.

En vano es que uno gima y llore sobre su esterilidad espiritual y falta de comunión si todavía queda en amistad con el mundo. Si el hijo de Dios está dispuesto a perder la luz del rostro de su Padre para ganar los placeres del mundo; si fríamente puede cambiar la amistad de su Dios por la de los enemigos de la cruz, no tiene justa razón para quejarse de su trueque. Si no conoce la comunión de los redimidos del Señor acampados alrededor de su tabernáculo, que escuche el llamamiento, “Salid de en medio de ellos, y apartaos ... y yo os recibiré, dice el Señor”.

El tabernáculo era la morada de Jehová, Dios de Israel, y quedaba en medio de las doce tribus, dando al oriente. La nube permanecía por encima y la gloria de Dios siempre moraba adentro. A las naciones alrededor debe haber parecido un edificio muy ordinario, más como un ataúd que el templo del Dios de Israel, el palacio de su Rey.

Consistía en tres círculos distintos. Primero, el atrio de afuera, de cien codos de largo por cincuenta de ancho. Estaba rodeado por una cortina de lino fino, y adentro estaba el altar del holocausto y la fuente. El tabernáculo propiamente dicho quedaba al extremo occidental del recinto. Estaba dividido en dos departamentos.

El primero se llamaba el Lugar Santo. Este era de veinte codos de largo y diez de ancho. Contenía el altar de perfume, la mesa del pan de la proposición y el candelero de oro. Una cortina que colgaba sobre cuatro columnas, llamada el velo, dividía el Lugar Santo del Lugar Santísimo.

El Lugar Santísimo era una pieza cuadrada, de diez codos de ancho y diez de largo. Dentro de él estaba el arca del testimonio, con el propiciatorio y los querubines, y la nube de gloria descansando sobre todo.

Las doce tribus estaban reunidas alrededor, cada una en su lugar señalado por Dios. Probablemente el campamento consistía en más de dos millones de almas.

Cuando Moisés estaba en el monte con Dios, le fue enseñado un diseño del tabernáculo, y le fueron dadas instrucciones sobre cómo hacer cada parte del mismo. En las instrucciones divinas no se omitió una sola estaca ni una sola flor, y varias veces Moisés recibió la orden de seguir las instrucciones en todos sus detalles, Éxodo 26:30. La casa era de Dios y Él la ordenó. Moisés, cual siervo fiel, obedeció.

Sería bueno para nosotros en el día de hoy si todos los siervos de Cristo recordaran que el Señor no ha sido menos cuidadoso en la construcción de su Iglesia. Él ha dado el diseño divino y las instrucciones más minuciosas para enseñarnos cómo debe ser ordenada su casa sobre la tierra. De esto leemos en 1 Corintios y 1 Timoteo. Esta es la irrevocable e inalterable voluntad de Dios para la obediencia de su pueblo durante toda la historia terrenal de la Iglesia hasta que el Señor venga.

El tabernáculo era la primera morada de Dios sobre la tierra. Él andaba en compañía de Adán en el Edén. Él visitaba a Abraham en Mamre, pero no tenía morada allí. Aquí Él bajó para habitar con sus redimidos, y desde entonces ha tenido una morada en la tierra.

Después del tabernáculo, el templo era su morada en la tierra, 2 Crónicas 6:3-6. Cuando su día pasó, el Hijo vino del seno del Padre. Dios fue manifestado en carne; “aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”, Juan 1:14. La gloria de Dios era manifiesta en el templo de su cuerpo.

Después fue formada la Iglesia, una casa espiritual, un templo santo y edificado de piedras vivas. Esta es actualmente la morada de Dios en la tierra. Ninguna casa, no importa cuán magnífica, ningún templo hecho de manos, no importa cuán grandioso, puede demandar el honor de ser “la casa de Dios”. Él no mora en templos hechos de manos, pero donde “dos o tres” de sus santos redimidos se encuentran congregados en el nombre del Señor Jesucristo, allí está Él en medio de ellos”, Mateo 18:20.

Este es su descanso; aquí habitará, porque lo ha deseado, Salmo 132:14. Un día, cuando no habrá ni templo ni pecado ni muerte, cuando los trabajos y las lágrimas del desierto habrán pasado, el último adversario vencido, y Dios todo en todo, entonces estará “el tabernáculo de Dios con los hombres, y morará con ellos, y ellos serán su pueblo”, Apocalipsis 21:3.

Típicamente, el tabernáculo señala a Cristo. En su templo todo declaraba su gloria, Salmo 29:9. Cristo es todo. Las glorias de su persona y obra están estampadas en todas sus partes desde el arca del testimonio dentro del velo hasta la estaca más pequeña y la cuerda del atrio afuera. Esto será entendido más claramente a medida que veamos sus distintas partes.

También es una figura de la condición de la Iglesia de Dios en el desierto, en el mundo pero no del mundo.

3 Los materiales y los obreros

Todos los materiales con los cuales fue edificado el tabernáculo fueron ofrecidos voluntariamente por el pueblo de Dios. Para adornar la morada del Dios de Israel no era admisible el oro de ningún extranjero o extraño. Las donaciones del pecador inconverso no son aceptadas por el Señor, ni deben ser mezcladas con las ofrendas de los santos. El cristianismo ha pecado profundamente en esto. La iglesia profesante es mantenida por el mundo, y mundanos ricos son sus columnas. Dinero mal adquirido, donado por hombres carnales y dedicado en el nombre de Dios, es usado para edificar templos religiosos que exhiben el orgullo y la vanidad de los hombres. Tales sacrificios no agradan a Dios; ellos saben a la ofrenda de Caín, y Dios no les tiene respeto.

Dios es un dador generoso, y los que han recibido las riquezas de su gracia bien pueden reflejar su carácter. El conocimiento de la bondad de Dios estaba presente en los corazones de su pueblo; ellos habían probado la dulzura de la redención y de sus resultados.

Los príncipes trajeron sus piedras preciosas y especias; las mujeres trajeron sus brazaletes y sus joyas. Los que no tenían estas riquezas, con amor ofrecían su tiempo y sus habilidades. Hombres fuertes cortaron los árboles de acacia, y mujeres sabias hilaban. Mañana tras mañana, Éxodo 36:3, las ofrendas de corazones voluntariosos llegaban, hasta que Moisés tuvo que mandarles que las suspendieran. “Pues tenían material abundante para hacer toda la obra, y sobraba”, Éxodo 36:7.

¡Preciosa gracia! Nos recuerda de los primeros días de la Iglesia de Dios, cuando Mamón había perdido su dominio, y las riquezas de los santos fueron entregadas a Dios, Hechos 2.

¡Qué triste cambio en los días del profeta Malaquías! Ese pueblo se había apartado del Señor. Ellos habían perdido el conocimiento de su bondad, y preguntaron: “¿En qué nos amaste?” Malaquías 1:2. Trajeron sus bueyes cojos y enfermos al altar de Dios, y guardaron los buenos para sí. Ninguno cerraba una puerta ni alumbraba el altar para Dios sin recibir pago por su trabajo.

Cuando el Hijo de Dios apareció a este mismo pueblo, ellos le avaloraron y le vendieron por treinta piezas de plata.

Bezaleel y Aholiab fueron llamados y preparados para la obra. El primero era de la tribu de Judá, la tribu real, Hebreos 7:14, la primera en la marcha, Números 10:14. El segundo venía de la tribu de Dan, la última en el campamento.

Así el Señor nos enseña que puede encontrar sus “vasos escogidos” en cualquier parte. Él llamó a un apóstol de los pies de Gamaliel y a otro de un barco de pesca en el Lago de Galilea, y los unió como los apóstoles de la circuncisión y de los gentiles, Gálatas 2:9. A quienes llama, Él prepara para su servicio. Esto es más de lo que el hombre puede hacer.

“Todo hombre a quien su corazón le movió a venir a la obra para trabajar en ella”, Éxodo 36:2. Corazones voluntariosos produjeron para el trabajo de Dios impulsaron manos voluntariosas. Así lo harán todavía. La necesidad urgente de esta hora es de voluntarios deseosos de trabajar. Los santos de corazones fríos siempre encontrarán una excusa débil para su ociosidad, pero los corazones ardiendo del amor de Jesús fácilmente hallarán trabajo que hacer para Él. Dios está edificando su santuario celestial. Ahora tienen los santos oportunidad de mostrar su amor. Nada verdaderamente dado a Dios o hecho para Él con ojo sincero será olvidado en un día venidero.

Obras que muy dignas parecíamos, sólo pecado eran, Él dirá; Pequeños actos de amor olvidados aprobará, y el premio Él dará.

4 El atrio y su puerta

El orden en que los mandamientos sobre el tabernáculo y sus vasos fueron dados por Jehová a Moisés, como también el orden en que fueron hechos y colocados, fueron de adentro hacia afuera, Éxodo capítulos 25 y 40. Se empieza con el arca del testimonio dentro del Santísimo y se termina con el atrio y sus puertas afuera.

Esto nos presenta una línea descendiente de verdades en figura. El orden es de Dios hacia el hombre. Nos recuerda la senda del Hijo de Dios, desde el seno del Padre hasta el pesebre de Belén y la cruz del Calvario, donde alcanzó al pecador en toda su culpabilidad y necesidad.

El orden en que nuestras almas comprenden la verdad es de afuera hacia adentro. Empezamos por el atrio y su puerta, y continuamos hacia adentro, pasando por el altar de bronce y la fuente, prosiguiendo hasta alcanzar el trono de Dios.

Esto nos será claro el momento que recordemos que, como pecadores, nuestro lugar es “sin Dios” y “lejos”, Efesios 2:12,13. Las primeras cosas que comprendemos del Señor Jesús son, por lo tanto, propias de esa condición.

No importa al pecador culpable cómo puede adorar y tener comunión con Dios. Entonces no es el altar de oro ni la mesa lo que su alma está buscando. Convencido y conscientemente perdido, el pecador despertado clama: “¿Cómo puedo yo ser salvo?” La respuesta divina y del todo suficiente de los labios del Señor es: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo”, Juan 10:9.

Una vez dentro de la puerta, seguimos y aprendemos de Jesucristo como el Altar, el Sacrificio y el Sacerdote. Entramos en el Lugar Santo para adorar a Dios y para “contemplar la hermosura de Jehová” dentro de su morada. Hablo ahora de nuestra estimación o conocimiento de la verdad, no de nuestra posición en Cristo. El más pequeño hijito en la familia de Dios tiene a Cristo, y, teniendo a Cristo, tiene todo. El santo anciano no puede tener más que Cristo; el niñito no tiene menos.

La diferencia está en el conocimiento experimental de Él. Puede ser que el niñito en la fe le haya conocido pocos días; el peregrino anciano se ha recostado sobre su brazo por años y sabe de su poder restaurador y sustentador tanto como de su poder salvador.

Ahora seguiremos nuestro tema así, y empezaremos por mirar atrio del tabernáculo.

El atrio era un espacio abierto, cien codos de largo por cincuenta de ancho, cercado por cincuenta y seis columnas y una cortina de lino. Cada columna se levantaba sobre una basa de bronce (o cobre) y tenía una corona de plata. Capiteles de plata sostenían las cortinas, y barras de plata juntaban las columnas. De este modo una línea intacta de plata y lino torcido iba alrededor de todo el atrio.

Del lado oriental estaba la puerta. Tenía veinte codos de ancho, y consistía en una cortina, obra de bordador, de azul, púrpura, carmesí y lino torcido. Estaba suspendida sobre cuatro columnas. Esta era la única entrada a la morada del Dios de Israel. El que quisiera entrar allí tenía que someterse a hacerlo de la manera indicada por Dios. No había libertad de escoger, ni variedad. La verdad enseñada aquí es solemne; tengamos oídos para oir.

Podemos ver al atrio como una ilustración de aquel círculo de bendición más afuera donde el pecador entra conscientemente cuando por fe ve al Señor Jesús como la puerta de la salvación. Los lugares santos, figuras de los cielos, Hebreos 9:24, y su posición allí como adorador, pueden ser cosas que él aún no ha llegado a comprender, pero sabe que está salvado, librado de la ira venidera, y que se halla dentro del círculo de la familia de Dios.

La gracia y la misericordia pueden tratar con él. Estar allí, aunque sea el modo más inferior de ver el lugar y la herencia de un santo, es algo sumamente bendito. No es extraño que David haya cantado: “Mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos. Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios que habitar en las moradas de maldad”, Salmo 84:10.

¡Pecador! No sabes lo que estás perdiendo por quedarte fuera de la puerta. Hay adentro goces y placeres que nunca puedes conocer en las “moradas de maldad”. Un poquito más y estas moradas serán destruidas; los encantos engañosos de un mundo impío habrán desaparecido para siempre. Bien puede cantar el santo alegre: “Bienaventurado el que tú escogieres y atrajeres a ti, para que habite en tus atrios: seremos saciados del bien de tu casa”, Salmo 65:4.

La Biblia no dice de qué material fueron hechas las columnas, y no podemos penetrar los secretos de Dios ni debemos intentar ser sabios en aquello sobre lo cual Él ha guardado silencio. El silencio significa que ciertas cosas no son para mirar dentro de ellas, sino para mirar desde ellas hacia afuera.

El cobre representa a Dios en justicia juzgando el pecado. La plata habla de la redención por la sangre de Cristo.

Las cortinas del atrio eran de lino fino torcido. Se dice que la esposa del Cordero se viste “de lino fino, limpio y resplandeciente, porque el lino fino es las acciones justas de los santos”, Apocalipsis 19:8. El lino fino es entonces el emblema de la justicia.

Pero naturalmente, aparte de Cristo, los santos no tenían tal justicia. Sus mejores obras eran como “trapo de inmundicia”, Isaías 64:6. Tal es el emblema escogido por el Espíritu de Dios para mostrar lo mejor de la justicia del ser humano. Lino fino versus trapos de inmundicia. ¡Qué contraste! ¡Qué enorme la diferencia! Que el pecador lo pese, y se pregunte con cuál aparece delante de un Dios santo.

Ha habido tan sólo Uno aquí debajo del cielo en cuya vida y en cuyos caminos el lino brillante y limpio fue visto en todo su inmaculado lustre. Era “Jesucristo el justo”. En Él no había ningún hilo basto ni ninguna mancha de injusticia. El Señor Jesús era perfecto: perfecto en su devoción a Dios, perfecto en su justicia hacia el hombre. A Él, y a Él sólo, pertenecía el lino fino por derecho. En Él, y en Él sólo, fue manifestada aquí esta justicia plena, perfecta y continuamente.

Los hombres en torno de Cristo vieron su brillo y se apartaron de Él. Era una reprensión continua a los escribas y a los fariseos, los dirigentes religiosos de aquel día, y le aborrecieron; pero allí quedaba Él, el justo entre los injustos, el Santo entre los inmundos, revelando y mostrando la justicia y la santidad de Dios. La santa vida del Señor aquí en la tierra, aparte del derramamiento de su sangre, no podía traer salvación ni consuelo al pecador.

¡Cuán necio entonces es el pensamiento, cuán falsa la doctrina, ahora tan difundida entre la cristiandad, de que la vida de Cristo nos fue dada como el ejemplo, y que por copiarla el hombre puede alcanzar el reino de Dios! No, es cuando nos acercamos y le contemplamos, cuando ponemos nuestros propios “trapos de inmundicia” de justicia humana al lado de la cortina de lino puro y blanco, que aprendemos lo que verdaderamente somos.

Mientras Job estaba razonando y argumentando con sus prójimos, podía decir, “Mi justicia tengo asida, y no la cederé”, Job 27:6. Pero al hallarse cara a cara con Dios tuvo que confesar, “Mis ojos te ven. Por tanto, me aborrezco”, Job 42:5-7.

Pecador, ¿te has visto así alguna vez? ¿Te has encontrado con la boca cerrada, convicto y condenado, fuera de aquel círculo de justicia alrededor de la morada de Dios? Si tal es la justicia que Dios demanda de aquellos que entran en los atrios de su santidad, entonces tú no la tienes. Las demandas de Dios no pueden ser rebajadas; la cortina es de cinco codos de altura a lo largo de su extensión.

No hay apertura ni resquicio por donde puedas entrar sin ser visto. Si estás confiando en la misericordia de Dios, y olvidándote de su santidad y su justicia, estás cometiendo un error fatal. Estás buscando “subir por otra parte” para alcanzar el reino de Dios. Si esperas ir a cielo por obras, estás intentando derribar las demandas de Dios, y hollar al suelo la cortina de lino.

El gran trono blanco de juicio que será levantado en la eternidad testificará a la misma verdad que aquella cortina de lino fino. Los muertos que estarán delante de aquel trono serán juzgados según sus obras. Los libros abiertos traerán nuevamente a la vista la historia de las vidas terrenas de aquellos que “consintieron a la iniquidad”. No habrá ni uno en toda aquella vasta asamblea que pueda demandar un

lugar en el cielo sobre la base de la justicia humana. Todos aquellos serán condenados y echados en el lago ardiente.

La puerta estaba delante del tabernáculo, en el centro del atrio, dando al oriente. El oriente en las Escrituras está relacionado con la aurora. A los del campamento de Judá les fue mandado poner sus tiendas al oriente, o sea, al este, Números 2:3. Así, los rayos del sol levantándose caerían primeramente sobre la puerta, revelando sus colores y enseñando el camino para acercarse a Dios. No había ninguna entrada por detrás o por los costados; el que entraba tenía que hacerlo en la luz.

Los hombres aman naturalmente las tinieblas debido a sus malas obras. La luz manifiesta qué es el hombre. El pecador tiene que estar dispuesto antes de poder ser salvo; tiene que entrar por la puerta señalada por Dios, plenamente consciente de que es pecador. No puede evadir la luz, ni cubrir o esconder su estado. Es por esto que tantos de los que son justos en su propia opinión rehúsan el camino de Dios. No quieren someterse a ser registrados y humillados ante la luz de Dios, ni tomar la salvación tal como Dios la ha provisto. Por eso, adoptan caminos de su propia invención.

Caín era el primero de éstos. Él cerró los ojos a la verdad de que era un hombre caído, y buscó en las tinieblas un camino hacia Dios, aparte de la sangre derramada. Otros siguieron en sus pisadas, y “el camino de Caín” es aquel por el cual van miles de personas justas en su propia estimación. Ellos buscan un camino a Dios sin la sangre del Cordero. El fin de todos esos caminos es la muerte y la oscuridad de las tinieblas para siempre.

La puerta era la única manera de obtener acceso a Dios. ¿Por qué había solamente una? Porque Dios no había provisto más, y ninguno tenía derecho de modificar lo que Dios había dispuesto. ¿Por qué estaba al oriente? Porque Dios dispuso así. Todo era obra suya, todo fue provisto por Él, y Él como soberano tenía el derecho de hacer como quisiese. Cuán necesario es recordar esto. Los hombres por todas partes están cuestionando los caminos de Dios y erigiéndose como jueces de ellos. Están dudando de la existencia de Dios, discutiendo su capacidad, poniendo en duda la veracidad y la autori-dad de su Palabra.

Contender por una sola puerta se considera fanatismo. “Si el hombre es sincero, no importa lo que crea, de seguro irá al cielo”, es el credo popular. Aunque los hombres discrepen en sus creencias, con todo, de algún modo, todos al fin llegarán al mismo término feliz ¾ escépticos y creyentes, pecadores y santos, todos lo mismo, es la sustancia de este evangelio popular.

Falsa como es, esta fábula tan agradable es predicada desde muchas tribunas y devorada vorazmente por el pueblo. El hombre que viene con la mentira más grande y muestra que los caminos para entrar en el cielo son muchos y diversos, ése es considerado el hombre “caritativo”. Es apenas tolerado aquel quien contienda que Dios tiene solamente un camino por donde acercarse el pecador, y que “no hay otro nombre” que el de Jesús por el cual el pecador puede ser salvo. Sin embargo, ésa es la inalterable y permanente verdad de Dios, y el que la rechaza o la niega descubrirá su error más adelante.

La puerta era para todos: igualmente para el príncipe como para el mendigo. El padre canoso y el niñito podían entrar el uno al lado del otro. Así es con Jesucristo. El ladrón del Calvario, la mujer de la ciudad y Saulo el fariseo pasaron por la misma puerta y fueron salvados todos por la “común salvación”.

La puerta era ancha, pero baja. Tenía veinte codos de anchura por cinco de altura. Puede ser puesta en contraste con la puerta del Lugar Santo, las dimensiones de la cual eran diez codos de altura por diez de anchura. La superficie de ambas es igual, pero la puerta del Lugar Santo tiene la doble altura y sólo la mitad del ancho de la del atrio. El pensamiento principal en la puerta de adentro es la de su altura, mientras que en la del atrio, su anchura.

La aplicación de esto es evidente. El Lugar Santo era solamente para los sacerdotes. Otros no podían entrar allí. Por ello su entrada era angosta. Los privilegios de la familia de Dios no son para el mundo; el pecador inconverso no es admitido dentro de la esfera de ellos. La puerta de una iglesia de Dios, su asamblea en la tierra, sólo debe tener una anchura que admita a los que Dios ha llamado para estar allí. A los inconversos y contaminados no les está permitido entrar.

No es así con el evangelio. La puerta del atrio era ancha, y cualquiera o todos podían entrar allí. La anchura del amor de Dios es lo que toca al pecador ansioso. La pregunta de su corazón es: “¿Me admitirá a mí?”

La bendita respuesta queda para siempre: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”. “El que por mí entrare, será salvo”. Cuando Dios dice, “El que quiera, venga”, es exactamente lo que dice. Cuando el apóstol declara que Dios quiere que todos los hombres sean salvos, no queda duda alguna en cuanto a la anchura de la puerta.

La manera en que algunos predicadores hablan de la elección es suficiente para asustar a cualquier pecador convencido. Gracias a Dios por la elección; ella tiene su designado lugar en la divinamente formada cadena de verdad, y allí trae la bendición y el consuelo que le son propios al santo, al que ya está dentro del santuario de Dios. Pero no es el mensaje de Dios al pecador. “Escogidos en él antes de la fundación del mundo” es una parte de la herencia de la familia dentro de la casa de Dios; pero la inscripción lado afuera de la puerta, en letras muy legibles, brillando delante del pecador necesitado, es, “El que quiera, venga”.

El pecador que viene a Dios por Cristo puede estar seguro de recibir una cordial bienvenida. El asunto de la elección no será tratado; más bien, como con el pródigo de la antigüedad, habrá para él el beso, el vestido y el anillo. Si el pecador rehúsa entrar por el camino señalado por Dios, nunca encontrará una defensa con decir que no hubo salvación para él. Tampoco será posible que un perdido en el lago de fuego diga que está allí porque no haber sido elegido para aceptar la salvación. Ah no; la puerta es suficientemente ancha para todos. Ninguno de los que han venido jamás la han encontrado demasiado angosta. El lamento del Señor era, “No queréis venir a mí para que tengáis vida”.

Quizás alguno diga, “Soy demasiado vil; soy demasiado malo para entrar”. Ah, pecador, aquella puerta no era para la gente buena. Era para el transgresor. El evangelio es las buenas nuevas de Dios para el culpable. La salvación de Dios es para los perdidos. Entra pues, pecador culpable, por la puerta abierta.

Tu culpabilidad es tu pasaporte; la invitación de Dios es la seguridad de tu bienvenida. No escuches al gentío frívolo y burlador que busca apartarte del camino señalado por Dios, diciéndote que ninguno puede estar seguro de la salvación ahora. Cierra tus oídos a todos los confusos sonidos de la tierra, a todos los sofismas de los hombres. Escucha la voz del Señor: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo”. “Será salvo” es la palabra. No hay duda; no hay incertidumbre en ella. Miles han entrado y han sido salvos, y a ti te llaman a entrar.

Era sólo un paso. Un momento el transgresor estaba fuera de la puerta, la cortina de lino contra él para impedirle y mantenerle fuera. Un momento después estaba adentro y la cortina a su favor, cercándole por todos lados y guardándole adentro. La recepción de la salvación no es un proceso tedioso; no es la obra de meses ni de años. Se hace en un momento. Ese momento es cuando el pecador termina consigo mismo y recibe a Cristo; es cuando cesa de esperar la admisión a Dios por su propia justicia y entra sólo por Cristo.

Dios se ha empeñado en salvar a ese pecador y lo hace en seguida y para siempre. ¡Qué maravilloso el cambio! ¡De muerte a vida, de tinieblas a luz, de Satanás a Dios! El salvado se halla ahora dentro del círculo del favor de Dios. No es enemigo ahora; sino hijo. La cortina de lino que antes le retenía afuera, ahora le guarda adentro. Él permanece firme en gracia, y la justicia está de su lado. Ve cómo la cortina cuelga sobre la plata y es sostenida por las columnas que descansan en las basas de bronce. Aprende que Dios le ha salvado del juicio del pecado, en justicia, por la redención en Cristo. ¡Cuán cierto y sereno! ¡Cuán seguro y satisfecho!

Pecador, ¿entrarás antes que sea demasiado tarde? ¿Pasarás hoy por aquella puerta abierta?

Pronto, tal vez hoy mismo morirás; pasa al banquete, o tarde clamarás: “¡Ay, me perdí ! ¡No hay sitio para mí!

5 El altar del holocausto

Los dos objetos ubicados dentro del atrio del tabernáculo eran el altar del holocausto y la fuente de bronce (cobre). Ahí estaban en línea recta entre la puerta del atrio y la puerta del Lugar Santo.

En muchos puntos ellos están en contraste con los demás recipientes. Estaban en pleno atrio, visibles a todas las tribus; los servicios ante ambos eran de un carácter público. En esto difieren de los vasos del Lugar Santo, que sólo eran vistos por los sacerdotes que entraban allí. Eran de bronce (y madera de acacia), mientras que los vasos de adentro eran de oro o de madera de acacia y oro. El bronce nos habla de Dios en juicio; el oro, de Dios en gloria. Afuera es Dios procediendo en justicia con el pecado y la inmundicia; adentro es Dios revelándose en gloria divina a sus santos en comunión consigo.

Hablando en términos generales, los vasos de afuera son típicos de Cristo como era aquí abajo y de la obra que hizo en la tierra, y su aplicación; los de adentro, en cambio, de Cristo resucitado y glorificado en los cielos, y de la obra que hace allí continuamente arriba a favor de los santos. Necesitamos ambos.

Aparte del altar y la fuente, ningún sacerdote jamás podía haber entrado en la morada de Dios; aparte del altar de oro, ningún sacerdote podía haber permanecido allí. En el altar de bronce vemos a Cristo suministrando lo que necesita el hombre, llevando el creyente a una relación permanente con Dios. En el altar de oro vemos a Cristo manteniendo a sus santos en consciente cercanía y comunión en esa relación.

El altar del atrio era el lugar de sacrificio. La palabra altar viene de un vocablo que quiere decir matar, o lugar de matanza. Un rito basado en monaguillo para atender al altar es virtualmente una negación de la cruz y de la eficacia del sacrificio de Cristo. Se llama el altar porque no había otro, Éxodo 29:12, 30:20. Cristo, y Cristo sólo, es la respuesta a esta figura. Él es el altar y es el Cordero. No hay otro lugar de encuentro entre Dios y el pecador. “Ya no queda más sacrificio por los pecados”.

Es “el altar que está a la puerta”, Levítico 4:7, porque no había manera de acercarse a Dios sino por medio de aquel altar; no había acceso sino sobre la base de sacrificio.

¡Pecador, deja que caiga todo el peso de esta verdad solemne sobre tu conciencia! No hay camino a Dios sino por la sangre de Cristo. Allí a la puerta del atrio estaba el transgresor; allá en el extremo occidental Jehová de Israel se sentaba sobre su trono. La sangre y el agua estaban entre ellos, indicando la necesidad de expiación y limpieza antes que el pecador pueda acercarse a Dios.

La llama brillante de fuego, ardiendo noche y día sobre el altar ¾Levítico 4:12,13¾ era lo primero que se presentaba a la vista del pecador cuando miraba hacia la morada de Dios. El altar tenía que ser satisfecho, sus demandas tenían que ser cumplidas de un todo, antes que uno pudiera avanzar un paso hacia Dios.

Fija tus ojos, pues, pecador, en aquel altar y su llama. Te dice del Dios con quien tienes que ver que “nuestro Dios es fuego consumidor”, pero Él es también “glorioso en santidad”. Esto fue visto en “el lugar llamado Calavera”, del cual habla este altar. El fuego una vez encendido allí debe ser suficiente para convencerte que Dios de ningún modo justifica al malvado.

El juicio del pecado, como se lo ve en la cruz de Cristo, es el testimonio permanente de que la paga del pecado es muerte. El fuego nunca debía apagarse. Mientras dure la santidad de Dios, así continuará el castigo del pecado. Las llamas inapagables de aquel fuego eterno en el cual tiene que morar aquel que esté sin Cristo son un testimonio horrendo a la continua santidad de Dios.

El altar era cuadrado, igual por cada lado. Esto significa perfección, uniformidad, igualdad. “No hay diferencia;” los pecadores de todos los rangos y condiciones son igualmente necesitados y, no importa de dónde vengan, Cristo es el mismo para todos. El altar estaba colocado en tierra. Era accesible tanto al niño como al adulto. Así es la cruz de Cristo. Está al alcance del pecador, cualquiera que sea su estado; no necesitan gradas para alcanzarla.

Era de madera de acacia, y de bronce. La madera sola no habría aguantado el fuego; el bronce le dio resistencia y fuerza. La acacia, así llamada en la Biblia, se conocía como “madera incorruptible”, y así representa la humanidad de nuestro Señor Jesucristo. El bronce en combinación con ella habla de la fuerza, de la perfecta resistencia del Señor como “el Dios Fuerte”.

¡Qué misterios y combinaciones hay allá! ¡Cómo debieran doblarse nuestros corazones y andar suavemente nuestros pies mientras más acercamos para mirar a la Persona de nuestro glorioso Emanuel! Era tan verdaderamente el niño de la virgen, la simiente de la mujer que heriría la cabeza de la serpiente, como Hijo del seno del Padre. Su naturaleza humana era perfecta, como lo era su divinidad. Era Hijo del Hombre e Hijo de Dios.

A veces la gente dice que Él tomó sobre sí nuestra naturaleza pecaminosa, pero éste no es el lenguaje de las Sagradas Escrituras, y el pensamiento significa una grave detracción a la persona de nuestro adorable Señor. No digo que todos los que usan tales palabras son culpables de esto; estoy seguro de que sucede toda lo contrario en muchos casos, y que tales personas verdaderamente aman al Señor. Pero necesitamos en esto, como en todas las cosa de Dios, refrenar nuestras propias imaginaciones y evitar el uso de expresiones proverbiales transmitidas por nuestros padres. Nos corresponde retener y usar las palabras del Espíritu Santo.

Éramos por naturaleza hijos de ira; hemos sido formados en maldad y concebidos en el pecado. La naturaleza que trajimos al mundo era enemistad contra Dios en toda su esencia, y continuará siendo así. No fue así con nuestro bendito Señor. Él era perfecto en su naturaleza humana; no tenía mancha alguna de la humanidad caída. Su concepción fue en virtud del Espíritu Santo; Él es el Santo, Lucas 1:35; el santo Hijo, Hechos 4:27; el Santo, Hechos 13:35. Su carne no vio corrupción; era el cumplimiento de lo que prefiguraba la madera incorruptible.

En las cuatro esquinas del altar estaban los cuernos. El cuerno es usado muchas veces en las Escrituras para indicar poder; por ejemplo, Daniel 8:20, Apocalipsis 17:12. Posiblemente se usaban los cuernos de este altar para atar la víctima al ser presentada viva delante de Jehová: “Atad víctimas con cuerdas a los cuernos del altar”, Salmo 118:27. Fueron rociados con la sangre de la expiación, Éxodo 29:12, y a ellos huían los culpables como un refugio, 1 Reyes 2:28. El pecador que huye a Cristo para refugiarse probará el poder de Dios en su salvación inmediata. En el momento que por fe echa mano a la sangre, el omnipotente poder está de su lado, y desde entonces en adelante será su fuerza de salvación y su alto refugio, Salmo 18:2, defendiéndole y sosteniéndole.

En el medio del altar había un enrejado de bronce. Sería pues de un codo y medio de altura ¾ la misma altura que el propiciatorio. Se oye mucho de la misericordia de Dios, muy poco de su justicia. Pero la misericordia de Dios y su justicia tienen las mismas dimensiones, y sus santos pueden decir, “Misericordia y justicia cantaré: a ti cantaré, oh Jehová”, Salmo 101:1.

Sobre esta rejilla estaba puesto el holocausto, y allí fue consumido. Las cenizas caían abajo por el enrejado, para ser sacadas luego por el sacerdote. ¡Cuán vivamente señalaba todo esto a la cruz de Cristo! De madrugada se podía ver al ofrecedor acercándose con su víctima al altar de Dios. Pasaba por la puerta y se paraba al lado de la llama ardiente. Allí la víctima era degollada y desollada. Sus varias piezas eran tendidas, una vez puestas sobre el enrejado, y de allí ascendía un olor grato al Señor. Unas horas después se divisaba a un hombre, cubierto de vestidos de lino puro, acercándose al altar y cargando una cazuela de bronce llena de cenizas. La víctima había sido aceptada, y las preciosas cenizas serían depositadas en un lugar limpio fuera del campamento.

Todos recordamos lo que está escrito de aquel día en que el Cordero de Dios fue sacrificado sobre una cruz fuera de las puertas de Jerusalén. Desde temprano, era un día de mucha actividad. De madrugada los sacerdotes estaban consultando mientras la multitud se juntaba. Más tarde, entre los sollozos suprimidos de los que le amaban, y ante la rabia de los que lo odiaban, el Cordero de Dios fue llevado silenciosamente por las calles de Jerusalén, prosiguiendo hasta el lugar de la Calavera.

Ligado a los cuernos del altar por cuerdas de amor, Él murió voluntariamente. El fuego consumió el sacrificio. ¡Oh cuán precioso a la vista de Dios era aquella forma sin vida, colgada sobre aquel madero! ¡Cuán inefablemente costosas las preciosas cenizas de aquel holocausto! A ninguna ruda mano de hombre le fue permitido tocar ni quebrar un hueso del santo Cordero de Dios. `

Al caer las sombras de la noche, José de Arimatea, discípulo suyo, vino llevando el cuerpo del Señor, envuelto ya en una sábana limpia de lino, y lo puso en un sepulcro nuevo y limpio donde nunca había yacido la carne corrupta de ser humano. La obra estaba consumada; el sacrificio había sido aceptado.

El Dios de la resurrección entró en aquel sepulcro labrado en la peña y le levantó de los muertos. Este es el evangelio de la salvación para el pecador. Esta es la poderosa palanca que le levanta del lago de miseria y le pone entre príncipes. Cristo murió y fue sepultado; Dios le levantó de los muertos.

6 Las ofrendas

Levítico es el gran libro de los sacrificios del Antiguo Testamento. Puede ser estudiado con la Epístola a los Hebreos, que es su contraparte en el Nuevo Testamento. En la primera parte de aquel libro se nos presentan cinco ofrendas: el holocausto, la oblación, el sacrificio de paz, el sacrificio expiatorio y el sacrificio por la culpa.

Vistos juntos, estos sacrificios presentan en figura la sola y perfecta ofrenda de Cristo. Vistos separadamente ellos presentan cinco diferentes aspectos de esa sola ofrenda, como la que satisface las variadas necesidades del pueblo de Dios en su acceso a Dios, su comunión y su adoración.

Fue después que los hijos de Israel habían dejado la tierra de Egipto, y habían llegado a ser pueblo apartado a Dios, que este libro les fue dado. Habían sido traídos al desierto para estar a solas con Dios, para que Él pudiera instruirlos allí en las cosas tocantes a su adoración y su servicio.

Fue allí, en el desierto horrible y yermo, que la tienda mística fue erigida y llenada de gloria. Fue allí que los redimidos del Señor empezaron a aprender prácticamente sus propias imperfecciones y faltas y las provisiones variadas de la gracia de Dios, como se ve en los sacrificios y el sacerdocio.

Aquellos del pueblo de Dios que escogen detenerse en un mundo egipcio y cuyas vidas las pasan en conformidad a sus caminos saben poco experimentalmente de la verdadera comunión y adoración. Por esto, no comprenderán fácilmente los aspectos de la obra de Cristo que guardan al santo en proximidad a Dios. Sus sensibilidades espirituales están tan adormecidas por los efectos de la mundanalidad que los defectos y las faltas no parecen tan horribles en sus ojos como para impelerles a buscar el reposo de sus almas en las excelencias variadas del sacrificio de Cristo.

Pero el hijo de Dios que desea caminar por el desierto en la compañía de su Padre apreciará el valor de esas excelencias, al menos en alguna medida; y, mientras va aprendiendo su propia pobreza e insuficiencia, se regocijará en las riquezas y perfecciones de estos aspectos de la obra de Cristo en la cruz.

Es una verdad bendita la de que, sea su inteligencia en estas cosas poca o mucha, cada creyente en Cristo Jesús es aceptado en todo el valor que Dios ha atribuido a la persona y la obra de su Hijo amado. El niño recién convertido y el padre en Cristo son iguales en esto; están sobre la misma roca inmovible. Su privilegio de gozar de la presencia de Dios se basa en la misma preciosísima sangre. Son aceptos en el mismo Amado, pero la paz y el gozo del alma, la fuerza y el crecimiento de la vida espiritual, dependen mayormente de nuestra comprensión y aprovechamiento de estas cosas.

Las ofrendas están divididas en dos clases, qué son (i) las ofrendas de olor grato y (ii) las ofrendas por el pecado. El holocausto, la oblación y el sacrificio de paz están en la primera clase; el sacrificio por la culpa y el sacrificio expiatorio están en la segunda. [Nota: Los títulos añadidos a algunas versiones de la Escritura emplean vagamente “sacrificio por el pecado” como encabezamiento a uno u otro, o ambos, de la segunda clase.]

El orden en que se nos dan en el libro de Levítico es primeramente el holocausto y de último las ofrendas que tenían que ver con pecado. Dios empieza diciéndonos en figura la porción que Él ha recibido en el sacrificio de Cristo, y después lo que satisface las necesidades nuestras. Pero el orden en que fueron ofrecidos era a la inversa de esto.

Hemos dicho ya que todos cinco se refieren al solo sacrificio de Cristo. Le conocemos primeramente como aquel que murió por nuestros pecados, y después como el que se dio enteramente a Dios por la falta de devoción en nosotros. No puede haber comunión ni adoración hasta que el pecado haya sido eliminado y la conciencia esté tranquila. Es sólo en la medida que reconozcamos nuestra profunda necesidad que podremos en algún grado comprender las riquezas y la suficiencia del Sacrificio perfecto.

Las ofrendas por la culpa y para la expiación del pecado pertenecen a la segunda clase. Las características que distinguían estas ofrendas son que se ofrecían por pecados cometidos a sabiendas o por ignorancia, respectivamente, y que no eran quemados sobre el altar en el atrio, sino sacadas fuera del real y quemadas en el fuego consumidor como malditas de Dios. La víctima era cargada con el pecador, del ofrecedor, y su vida fue tomada en lugar de éste.

Juntas ellas señalan al Señor Jesús como el que llevó el pecado y la maldición. Nos presentan en figura su muerte como la que satisface las demandas de la justicia divina contra el pecador. Él es quien fue hecho pecado por nosotros, 2 Corintios 5:21, y el que padeció por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, 1 Pedro 3:18.

Por su sola ofrenda perfecta los pecados de todos los que creen son deshechos una vez y para siempre, para no ser recordados más. La voz que nos habla desde el trono de Dios, en virtud de la muerte de Cristo como nuestro sacrificio por los pecados y culpas, dice: “Es quitada tu culpa y limpio tu pecado. No me acordaré más de su pecado. Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada y cubierto su pecado”. Isaías 6:7, Jeremías 31:34, Salmo 32:1.

El sacrificio por la culpa era para pagar la pena de los pecados cometidos a sabiendas, Levítico 6:1-7 [“... cuando una persona pecare e hiciere prevaricación ... las cosas en que suele ofender”]. Fue ofrecido por ciertas ofensas contra Dios y el hombre. Lo prominente en esta ofrenda no era tanto la persona culpable como el hecho cometido. Generalmente ésta es la primera cosa que conturba al pecador cuando el Espíritu de Dios empieza a obrar en él. La persona recuerda los pecados de su vida pasada, sabe que la justicia de Dios demanda el castigo de ellos, y tiembla ante la expectativa de un encuentro con el juez santo.

Benditas son al alma angustiada y despertada las noticias que el Señor ha sido nuestro sacrificio para expiar la culpa, que Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, y que lo que no podíamos restituir a Dios ni al hombre, porque no teníamos con qué pagar, nuestro Señor en su muerte lo ha hecho en su totalidad.

Cuán dulce fue el momento cuando vimos primeramente al Cordero de Dios, y entendimos que todos los pecados estaban perdonados, Colosenses 2:13. Fue entonces que pudimos tomar en nuestros labios las palabras del santo y cantar:

Cuán bendito es el hombre perdonado por Jesús, con el corazón lavado en la sangre de la cruz. Sí, es bienaventurado al que Dios no contará Ni engaño, ni pecado, mas su gracia le dará.

Desde el día en que nos convertimos (porque la aplicación de estas ofrendas es especialmente a los santos), ¿cuántas veces nuestras almas se han regocijado en Cristo como nuestra expiación de la culpa? Vez tras vez nos hemos descarriado del lado de nuestro Padre, y eso deliberadamente y a sabiendas. ¿Dónde estaríamos si no fuera por la permanente eficacia de la gran expiación por la culpa que, bendito sea Dios, nunca perderá su poder hasta el día en que todos los redimidos sean salvos en gloria para nunca más pecar?

A medida que el creyente nuevo sigue andando en los caminos del Señor y la luz de la verdad de Dios va alumbrando su ser interior, empieza a aprender que no solamente ha cometido hechos malos, sino que tiene dentro de sí un corazón malo y rebelde, una naturaleza corrupta y pecaminosa, enteramente opuesta a Dios.

La tal persona encuentra que en ignorancia, así como a sabiendas, ha seguido en rebelión contra el Señor. Cosas que al principio no le parecían pecaminosas las ha llegado a ver, gracias a la luz de la verdad, tal como son, malas, y ahora gime por causa de los años en que ignorantemente se entregaba a ellas. La provisión de la gracia de Dios para esto es la expiación del pecado. No era el pecado como nosotros lo conocíamos, ni el pecado del cual éramos culpables conscientemente y por confesión propia, el que fue cargado sobre el Cordero de Dios en el día que su vida fue dada en expiación por el pecado, sino el pecado tal como lo midió el santo juez; el pecado tal como era conocido por aquel contra quien había sido cometido.

Las palabras, “echo mis pecados sobre Jesús” son la expresión de un pensamiento que no es bíblico en cuanto al pecado. Nuestro sentido del pecado puede ser grande o pequeño, según el grado de nuestra luz y la sensibilidad de nuestras conciencias, pero, alabado sea el que nos amó, el hecho es que Él cargó todos nuestros pecados sobre el gran Expiador del Pecado y los borró para siempre. Más aun, condenó el pecado, y puso el hombre a un lado, cancelando para siempre en la cruz su cuenta como hijo de Adán. ¡Cuán bendito es para el alma asirse de esta verdad preciosa!

¿Esto da licencia al creyente para pecar? De ninguna manera. ¿Da a entender que no debe fijarse en los pecados cometidos después de su conversión? De seguro que no. Como hijo de Dios, la confesión a, y el perdón de, un Padre son necesidades diarias; si sigue con pecado no confesado, la mano fiel de su Padre empleará la vara. Pero su cuenta como hombre en la carne, como hijo de Adán, un pecador, quedó totalmente finiquitada y saldada en la cruz de Cristo. A medida que crezcamos en el conocimiento de lo que somos y de lo que hemos hecho (puede ser en ignorancia), seremos impulsados a buscar el descanso diario de nuestras almas en la perfección de la gran expiación del pecado.

Muchos se inclinan a pensar y hablar ligeramente de los pecados cometidos por ignorancia. Si realmente merecen ser llamados pecados ¾piensan ellos¾ son de relativamente poca importancia. Pero tales pensamientos no son los de Dios. “Si una persona pecare ... aun sin hacerlo a sabiendas, es culpable”, Levítico 5:17; así es en veredicto inmutable del tribunal del cielo en cuanto a los pecados de ignorancia.

Consideremos esto. La ignorancia no es inocencia. Muchas veces es el resultado de andar por largo tiempo en un camino de rebelión contra la luz y de jugar livianamente con la verdad de Dios. La conciencia se vuelve tan cauterizada y el corazón tan duro que los pecados más nefandos pueden ser cometidos en ignorancia. ¿Puede haber cosa más horrible que esto? ¡Cuán enteramente apartado de Dios debe estar el hombre que puede pecar contra Él y perseguir a sus santos, y todavía pensar que hace servicio a Dios!

Los sacerdotes y los príncipes de Jerusalén condenaron y crucificaron al Hijo de Dios, y sin embargo no sabían qué hacían, Lucas 23:34. Pedro les dijo: “Sé que por ignorancia lo habéis hecho”, Hechos 3:17; pero ciertamente ninguno dirá que no hicieron lo malo. Saulo de Tarso, mientras perseguía a los santos, creía estar sirviendo a Dios, Juan 16:2, pero nos dice que lo hizo por ignorancia, en incredulidad, 1 Timoteo 1:13.

Hay alrededor de nosotros muchos que tienen las mentes tan cegadas que están esparciendo error fatal y creen que es la verdad; están conduciendo a los hombres al lago de fuego, y sin embargo piensan sinceramente que llegarán a la ciudad de Dios. Esto no está limitado a los pecadores inconversos; muchos de los que profesan ser hijos de Dios están judicialmente cegados. Han tratado con liviandad la luz que una vez les alumbraba, hasta que ahora se les ha hecho tinieblas. Verdades una vez conocidas pero no obedecidas han sido arrebatadas de sus manos. Los preceptos y mandatos que por largo tiempo desatendieron han cesado de ejercitar sus conciencias; con liviandad la luz que una vez les alumbraba, hasta que ahora se les ha hecho tinieblas.

Constantemente oímos decir: “Podemos hacer tal y tal cosa con buena conciencia;” pero la conciencia del hombre no es la pauta, sino: “¿Qué dice el Señor?” Una conciencia no guiada por las Escrituras es un instrumento terrible en las manos de Satanás.

Tenemos el Libro que contiene la revelación completa de la voluntad de Dios, de modo que somos responsables de conocer la voluntad divina y hacerla. Cuando algún nuevo rayo de luz alumbra nuestras almas, cuando hallamos que es falsa alguna tradición que por largo tiempo hemos mantenido, cuando la luz de la verdad nos muestra que es un yugo desigual alguna asociación muy estimada, una comunión con las tinieblas, y cuando por gracia la abandonamos, renunciándola, sintiendo tristeza por haber continuado tanto tiempo en lo que era tan contrario a la voluntad de Dios, debemos confesar nuestros pecados de ignorancia. Entonces probaremos la gracia de Dios y apreciaremos la suficiencia de Cristo, como aquel que fue hecho la expiación por estos mismos pecados cometidos en ignorancia.

El sacrificio expiatorio tenía que ser sin defecto. [“Cuando una persona pecare por yerro ...”] Cristo Jesús era el Cordero sin mancha y sin contaminación, 1 Pedro 1:19. No habla pecado en Él. No conoció pecado, 2 Corintios 5:21. No hizo pecado, 1 Pedro 2:22. La expiación era santísima, Levítico 6:25. Era presentada delante de Jehová, y el oferente se identificaba con ella. Reclinaba (como la palabra significa) la mano sobre su cabeza como si hubiese dicho: “Tomo esta inmaculada víctima como mi substituto; me apoyo del todo sobre su mérito”.

El pecado del oferente fue cargado sobre la víctima y ésta murió delante de Jehová. Nada menos que la muerte podía satisfacer las demandas del altar, pero cuando la sangre fue derramada al pie del mismo, todas sus demandas fueron satisfechas. “La paga del pecado es muerte”; “Cristo murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras”, 1 Corintios 15:3. Esta es la primera nota del evangelio de Dios. Pecador, ¿has creído el mensaje? Creer es ser perdonado; recibir el testimonio de Dios es ser salvado eternamente. El sacrificio ha sido ofrecido, y cuando por la fe pongo dejo mi mano culpable apoyarse sobre la inmaculada cabeza de aquel que fue sacrificado y digo: “Se dio a sí mismo por mí”, quedo exonerado delante del tribunal del cielo, justificado por su sangre.

La grosura se quemada sobre el altar. Esta era la porción de Jehová. Las excelencias del Señor eran plenamente apreciadas por su Dios cuando estuvo como nuestro substituto, llevando el pecado. Personalmente, siempre agradó a su Padre, y en ningún momento fue Cristo más agradable a Dios que cuando se ofreció a sí mismo como sacrificio en olor fragante, Efesios 5:2.

La víctima era llevada fuera del real y quemada. Cristo fue rechazado, desamparado por su Dios cuando nuestros pecados fueron cargados sobre Él. Fue entonces que aquel clamor terrible salió de sus labios: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Fue allí que la llama consumidora devoró la expiación. Para el creyente está apagada para siempre. El juicio del creyente está pasado; ahora ninguna condenación hay. Que el dudoso dirija una mirada de fe al altar del Señor y descanse sobre Él. Vea la sangre y la grosura, la vida y las excelencias del Señor Jesús, dados a Dios por él. Basta. La justicia no pide más. Las justas demandas de Dios están satisfechas. Entonces vea aquel montón de cenizas esparcidas por los vientos del cielo fuera del real: son señal y evidencia de la ira aplacada y del pecado deshecho. Sus pecados se han desaparecido, se han ido para no volver más. “Dios es el que justifica; quién es el que condenará, ¿quién es él que condenará?”

El holocausto, la oblación y el sacrificio de paces son todos ofrendas de olor grato. No eran llevados fuera del real y quemados en el fuego consumidor, sino quemados enteramente sobre el altar, o dados en participación al ofrecedor y al sacerdote.

El holocausto a veces es llamado la ofrenda ascendiente porque la palabra traducida holocausto es holah, y significa lo que asciende. Era la porción de Jehová; era quemado enteramente sobre el altar; ascendía todo a Jehová en olor grato, dándole satisfacción y placer.

El carácter distintivo del holocausto es que era todo para Jehová. El oferente le presentaba algo que agradaba al corazón de Jehová y en lo cual encontraba placer. Al traer su sacrificio en expiación por el pecado, el lenguaje de su corazón era: “Yo he pecado contra Dios. He hecho lo que Él me mandó no hacer”. Venía a Dios, como el Juez del pecado, trayendo una ofrenda para aplacar su ira. Pero cuando traía su holocausto al altar, presentaba una ofrenda para su aceptación (o sea, para la aceptación divina, como Levítico 1:3 debe leerse). Era algo de valor, dando placer y deleite al corazón de Jehová, que el oferente no podía dar. El holocausto nos presenta en figura la devoción sin reserva del Señor Jesús su rendición perfecta a Dios en vida y en muerte. “Se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios”, Hebreos 9:14, “Se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante”, Efesios 5:2. Todo lo que era, lo era para Dios y por nosotros.

El holocausto era todo para Jehová, pero también era ofrecido para que el oferente fuese acepto delante de Él. El oferente colocaba la mano sobre la cabeza de la víctima, como si hubiera dicho: “No tengo devoción ni valor, pero presento esta ofrenda perfecta para mi aceptación delante del Señor”. Así estaba identificado con y aceptado en su ofrenda. Todo el valor de ella se hizo suyo en el momento de poner la mano sobre la cabeza de la víctima. Desde ese momento ya no se trataba de lo que era él, sino de lo que era su ofrenda. ¿Será aceptada por Jehová?

¡Cuán bendito es para el alma asirse de todo esto! Para el creyente en Cristo no es ahora “Tal como yo soy”, sino, “Tal como Tú eres”. Su propia identidad como pecador está perdida; deja de ser contado como hijo de Adán delante de Dios. Todo lo que es en sí mismo es borrado, y de aquí en adelante y para siempre está identificado con Cristo. El valor, la preciosidad, la hermosura del Hijo de Dios, son contados como del creyente. Está delante de Dios “en Cristo”, aceptado en su Representante. Que el Espíritu Santo lo haga claro para nosotros, amigos amados. Sé que no puedo hacerlo, pero si Él, el Espíritu de Verdad, lo trae a sus almas con poder, les hará saltar de puro gozo. Disipará el miedo y los obscuros presagios que revolotean alrededor del alma, así como las neblinas y los nubarrones huyen delante del sol naciente. Sé que algunos pasan por lapsos de desaliento y miedo. Pierden su paz y gozo y vuelven al “Castillo de las Dudas”, para estar debajo del poder del “Gigante Desesperación”, al decir de El Progreso del Peregrino. Entonces sus almas andan a tientas en las tinieblas, gimiendo: ¿Amo al Señor o no? ¿Soy suyo?

Tu propia indignidad se hace la endecha dolorida de tu alma, y el recuerdo de tu falta de devoción y fidelidad a Dios casi te hace desesperar. Ahora, no quiero que supongas que debemos considerar tales cosas con liviandad. Estoy seguro de que aprender nuestra propia indignidad es una lección saludable y necesaria. Saber por dolorosa experiencia que no hemos amado al Señor de corazón y alma y fuerza y mente, como Él nos manda, es un conocimiento que causa aflicción al alma verdaderamente vivificada; pero juntamente con esto, deseo que veamos lo que Dios ha hecho para nosotros, dónde nos ha puesto y su estimación de nosotros en esa posición.

Esta es la lección del holocausto. El oferente venía, consciente de su propia indignidad, para ofrecer una víctima en su lugar. Esta era inmolada delante del Señor y su vida quitada en vez de la del oferente. Luego era degollada y dividida. Sus varias partes expuestas a la luz; se comprobaba que era perfecta interior y exteriormente.

Después era toda levantada sobre el altar y colocada sobre el enrejado de bronce, de donde todo subía en olor grato (o un olor de descanso), a Jehová, y el oferente era aceptado según el valor de la ofrenda. Cuán dulcemente todo esto nos habla del Señor. Dios ha cumplido la palabra dicha en el monte de Moriah tiempo ha, y se ha provisto de Cordero para el holocausto, Génesis 22. Lo encontró en su propio seno, el amado de su corazón. Cuan caro, cuán precioso a su Padre, es algo que ningún corazón humano puede concebir, que ninguna lengua puede decir. Pero, sí sabemos esto, y es nuestro mayor gozo, que el Padre ha estimado todo el valor y ha apreciado todas las excelencias del Hijo, y somos aceptos según la medida del placer que el Padre tiene en Él.

“Salió fuego de delante de Jehová y consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar”, Levítico 9:24. Esto era el testimonio de su aceptación (“Acepte tu holocausto”, Salmo 20:3). La quema de la ofrenda aquí y la quema de la expiación fuera del real (del campamento) eran muy diferentes.

Aquí el fuego santo del altar se alimenta de una víctima agradable a Jehová; allí el fuego de juicio devora una víctima maldita por causa del pecado. En realidad, se emplea una palabra hebrea distinta. La palabra quemar usada con referencia al holocausto significa quemar como incienso, como se percibe en Levítico 1:9,13,15,17; pero la palabra usada con referencia a la expiación significa consumir en fuego devorador; para su uso véase Levítico 4:12; 6:30; y Josué 7:15, “el que fuere sorprendido en el anatema, sea quemado”. El Señor Jesús en su muerte tuvo que ver con ambas cosas. Personalmente, era el Santo ofrecido sin mancha a Dios, y la fragancia de su ofrenda subió como un incienso. Representativamente, fue hecho pecado y maldición por nosotros, 2 Corintios 5:21, Gálatas 3:13. Toda la ofrenda fue consumida. La cabeza y la grosura y las piernas fueron todas reducidas a cenizas. Jehová recibió todo; no quedó nada.

Cuán cierto era esto del Señor. Sus pensamientos, energías escondidas, afectos y caminos estaban totalmente consagrados a Dios. De Él, y de Él sólo, se puede decir que amó al Señor su Dios con todo su corazón y con toda, su alma y con toda su mente y con todas sus fuerzas, y esto lo hizo continua y perfectamente. Si pensaba, era para Dios; si predicaba o sanaba, no era solamente para la bendición de los hombres, sino para la gloria de Dios. Todo su tiempo y todas sus fuerzas fueron empleados exclusivamente para Dios. De su propio descanso y comodidad, de su propia pérdida o ganancia, nunca tenía un pensamiento. Fuese en el monte toda la noche en oración, fuese durmiendo en una almohada

en un barco, todo era para su Dios. Puso a Jehová siempre delante de Él, y lo que a su Padre agradó hizo siempre.

Ojalá que los hombres y mujeres que hablan o cantan livianamente de ser enteramente consagrados a Dios y de tener todo su ser sobre el altar vieran aquí lo que significa. Cristo es el dechado y la medida de la completa rendición a Dios. Todo otro modelo es una falsificación y una falacia.

A su dignidad el Padre dio testimonio tanto en su vida como en su muerte. Estando en el Jordán en su bautismo y en el monte santo en su transfiguración, la voz del Padre fue oída diciendo: “Este es mi Hijo amado en el cual tomo contentamiento”. Todo lo que era y todo lo que es, lo es por nosotros. Es el representante de todo su pueblo. Son vistos en Él, adornados con su hermosura. La voz del cielo es que somos “aceptos en el Amado”, Efesios 1:6, y que “Jehová tiene contentamiento en su pueblo”, Salmo 149:4.

Somos aceptos en el Amado: en aquel que es la delicia del Padre. Aceptos según la medida de la delicia del Padre en su propio Hijo amado. Esta es la inalienable posición de los santos de Dios. El niño más débil en Cristo está adornado de su hermosura, es el poseedor de su vida y es amado como Él es amado. Todos podemos cantar en el lenguaje del himno:

El amor con que ama al Hijo, tal es su amor para mí.

¿Lo creéis de veras, queridos? ¿Habéis dicho amén a ello en vuestro corazón, y os gozáis en la felicidad que da de día en día? No hay ninguna vida elevada como ésta. Es la más alta y la mejor, y es la posición normal de todos los santos: el privilegio que corresponde a hijos de Dios y la porción de toda la familia del Padre. Tenemos que creerlo para disfrutarlo. Descansar, pues, firmemente en la palabra: “Aceptados en el Amado”. Hazla tuya.

La oblación o sea, la ofrenda de harina [“la ofrenda vegetal”] nos muestra la perfección de la vida humana del Señor Jesús, terminando con la muerte: la perfección de su carácter como Hombre, manifestada en su vida aquí. Era un olor grato a Dios; era la comida del sacerdote.

Era de flor de harina, que no necesitaba ser molida ni tamizada; no habla ni aspereza ni desigualdad en ella. Es un emblema de la naturaleza humana del Señor. Como hombre era perfecto; no habla en Él ni una fibra de la naturaleza caída del hombre; no había nada que requiriese ser subyugado o reprimido. Nosotros sí muchas veces necesitamos ser molido, castigadas como si fuera, para hacernos sumisos a la voluntad de Dios. No así con nuestro bendito Señor. Su delicia era hacer la voluntad de su Padre; la mansedumbre y la sumisión eran naturalmente suyas. Y lo que era, lo era siempre. Nosotros somos sumisos un día y quejosos al otro; a veces valerosos, otras, tímidos; llenos de fervor y fríos alternativamente.

Nuestro Señor siempre era el mismo. Su sumisión a la voluntad del Padre fue tan manifiesta en el huerto como en el monte de gloria. Su suavidad de carácter no era más aparente cuando el niñito se acostó en los brazos de la madre que cuando sus enemigos le rodearon en el pretorio.

Se derramaba aceite sobre ella. El aceite es símbolo del Espíritu Santo (Véanse 1 Juan 2:27, 2 Corintios 1:21-23).

Cristo fue ungido con Espíritu Santo y con poder, Hechos 10:38. Todo lo que hizo era en el poder del Espíritu, pues sus reprensiones y consolaciones, su servicio y sufrimiento, eran todos en el Espíritu de Dios. Vivía y andaba por el Espíritu eterno, y por Él se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, Hebreos 9:14.

Se ponía incienso sobre ella. Este es figura de pureza y fragancia. Cuanto más estaba en contacto con el fuego, tanto más aumentaba su fragancia. Sabemos que fue así con el Señor. Sus dolores y privaciones, y especialmente sus padecimientos en la cruz extrajeron la fragancia de su carácter y manifestaron su gloria moral. “De ninguna cosa leuda se ha de quemar”. La levadura es lo que corrompe y siempre es usada en las Escrituras como símbolo de maldad. No hubo ningún principio de maldad en Jesucristo: su carne no vio corrupción.

“Ni de ninguna miel”. Si la levadura es símbolo de lo agrio y corrupto de la naturaleza del hombre, la miel es símbolo de su dulzura. Es una de las cosas más dulces de la tierra, pero se corrompe y se pone agria al encontrarse adulterada. No había nada de esto en el Señor. Su amor no era un mero afecto na-tural que fácilmente se enfría. Resistía la prueba porque era el amor divino, amor que pudo descender a lavar los pies de uno que iba a negarle y de otros que iban a abandonarle. Cuánto de lo que pasa por amor entre los santos, en la hora de prueba, resulta ser miel fermentada. No es más que una dulzura natural y cuando es contrariada o desdeñada en alguna forma, se convierte en acrimonia. Las amistades y comuniones fundadas sobre esta clase efervescente de amor decaen y terminan. El amor que no infiere ninguna herida fiel no es el amor de Cristo. Pero el amor que se prende de su objeto, a través de honra o deshonra, reprendiéndolo y corrigiéndolo, estudiando no su propio placer sino el provecho del amado, es amor como el de Cristo para con nosotros.

La sal era otro ingrediente. Es preservativa en su naturaleza. “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal”, Colosenses 4:6. Este elemento siempre se manifestaba en el Señor. “La sal del pacto de su Dios” nunca faltaba en sus tratos con el hombre. Con amor fiel reprendió a Marta y a Pedro entre los suyos y denunció la vana religión de los fariseos en la misma presencia de ellos. Estaba lleno de gracia pero ella nunca degeneraba en debilidad ni sus reprensiones en rudeza.

El carácter distintivo del sacrificio de paz (o la ofrenda de paces) es que Jehová, el sacerdote y el oferente tienen todas sus porciones en él. En esto difiere del holocausto. Allí Jehová recibía su porción; todo era consumido sobre el altar. Aquí Jehová está satisfecho, habiendo recibido lo suyo, y ahora ministra a su pueblo. Lo preeminente en esta ofrenda es la comunión con Dios y entre nosotros. Comer a la misma mesa, compartir la misma porción, es la expresiva figura de la comunión. Maravilloso como parece esté privilegio, de ser llamados a la comunión del Padre y de su Hijo Jesucristo, pero menos que esto no podía haber satisfecho el amor del corazón del Padre; más que esto no podía dar. Como al pródigo de la antigüedad, nos ha dado la bienvenida al corazón y nos ha sentado con Él a su mesa, y todo esto con justicia perfecta y por lo tanto en paz perfecta.

Es de suma importancia que nuestras almas entiendan claramente la base de esta paz y comunión y lo que es necesario para gozar de ellas. La paz con Dios no es una experiencia inconstante y vacilante que fluya de algún supuesto mejoramiento espiritual o santidad interior. Es una realidad incambiable, fruto de la obra consumada de Cristo. Toda acusación que la ley o la justicia podían traer contra nosotros Él la satisfizo, y toda virtud que nos faltaba la proveyó cuando se ofreció a sí mismo a Dios por nosotros. Vemos esto en el sacrificio de paz. Nos habla de las perfecciones interiores del Señor Jesús, presentadas a Dios por nosotros.

La grosura fue toda quemada sobre el altar. Era la porción de Jehová. Como todo el incienso de la oblación era para Él, así también lo era toda la grosura del sacrificio de paz. Había excelencias escondidas en el Señor Jesús que nadie en la tierra poda avalorar ni apreciar. Eran exclusivamente la porción de Jehová. La profundidad de la devoción y la fuerza del amor que moraba en su santa alma ninguno poda comprender sino su Padre, porque nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre. Cuán bendito es saber que Él ha avalorado y apreciado plenamente sus excelencias, y que somos aceptos delante de Dios en todo el valor de éstas.

Los riñones fueron ofrecidos también. Son figura del asiento de la condición interior. La palabra a veces es traducida entrañas. “Examina mis íntimos pensamientos (riñones) y mi corazón”, Salmo 26:2. Él solo podía decir: “Escudríñame, oh Jehová, y pruébame”; y cuando fue examinado y probado por los hondos sufrimientos de la cruz, fue encontrado perfecto por dentro así como por fuera. No así con nosotros. Nuestro interior no es apto para el altar de Dios aun después de haber sido regenerados y hechos participantes de la naturaleza divina, ¿Quién entre nosotros no sabe que la mente carnal, el hombre viejo, también está allí? Esto de sí echaría a perder y estorbaría nuestra paz y comunión con Dios, aun cuando este principio malo nunca llevara sus frutos en forma de pecado activo. La presencia de la maldad allí sería inaguantable al alma, sabiendo la naturaleza y el carácter de Dios, si no fuera por las virtudes del gran sacrificio de paz.

Bendito sea Dios que en las riquezas de su gracia nos ha dado a entender que nosotros mismos, tan inútiles y pecaminosos, hemos sido borrados y enterrados fuera de su vista, y que el pecado que mora adentro está cubierto por la eficacia del sacrificio de Cristo: podemos tener comunión con Dios en paz, a pesar de todo lo que sentimos y vemos en nosotros. Andamos con Dios en la luz, no porque no hayamos pecado, ni porque no tengamos pecado en nosotros, sino porque la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado. Nuestros pies están sobre el terreno de la redención; nuestra paz está hecha eternalmente segura por la sangre de su cruz. La eficacia de aquella oblación permanece delante de Dios para siempre, y por nosotros, Dios está satisfecho en Cristo; nosotros también. Esto es comunión.

No por nuestra santidad de corazón, ni por logros espirituales, se constituyen la base de paz; tampoco lo es la obra del Espíritu Santo en nosotros. Todas estas cosas son vacilantes e imperfectas en cuanto a su medida. La base de paz es la obra consumada y perfeccionada de Cristo por nosotros. Eso es lo que tenemos representado en el sacrificio de paz.

Era degollado delante de Jehová. La sangre era rociada sobre el altar, y la grosura y las entrañas eran quemadas como olor grato. La vida y las excelencias interiores eran la porción de Jehová. Él recibió su porción primero; luego, el oferente y el sacerdote recibieron cada uno su porción. Una vez satisfecho Dios, se colocaba una mesa para el hombre, provista de una parte del sacrificio ya presentado en el altar. El altar es el lugar de ofrenda hacia Dios. La mesa es el lugar donde Dios ministra hacia su pueblo.

Esa es la relación de la Cena del Señor a la cruz. Aparte de la cruz no habría mesa. Es el recuerdo de lo que fue hecho en la cruz, y la expresión de la comunión del creyente.

Cuán atrevido insulto es a Dios y a su Cristo erigir un altar en una iglesia, con sacerdotes nombrados por hombres ofreciendo sacrificio por los vivos y los muertos alrededor de él. Es trastornar los mismos fundamentos de la fe y una completa negación de la obra consumada de Cristo. En la mesa tenemos comunión con Dios en paz acerca de su Hijo amado, y tenemos comunión entre nosotros. ¡Qué espectáculo! Todo ojo está fijado en Cristo; todo corazón está satisfecho. Sólo el Padre sabe estimar debidamente el valor y devoción interior de su propio Amado, pero como sacerdotes podemos regocijarnos mientras nos alimentamos del pecho de la ofrenda mecida y de la espaldilla elevada, símbolos de su amor y poder. ¡Qué almohada suave es su seno para la cabeza cansada! ¡Qué fuente es su poderoso hombro para el alma débil y desmayada!

Ya hemos trazado en breve las variadas ofrendas, y hemos buscado recoger sus enseñanzas más sencillas, pero “ni la mitad había sido dicho”. Cuando estemos delante de su trono glorioso, perfectamente conformados a su imagen, destruida y olvidada la última marca de pecado y de humanidad caída, entonces sabremos plenamente la preciosidad y el valor del sacrificio perfecto: el gran sacrificio de la paz.

7 La fuente

La fuente era el segundo objeto ubicado en el atrio del tabernáculo. Estaba entre el altar del holocausto y el Lugar Santo.

No se dice la forma ni el tamaño de este vaso; tampoco se explica cómo fue llevado por el desierto. Estos datos están entre las cosas secretas que pertenecen a Jehová, y no debemos adivinar ni querer ser sabios más allá de lo que está escrito. El silencio de las Escrituras sobre puntos como éstos es tan significante como divino: no hay descuido ni olvido por parte del escritor. Los demás objetos están descritos en cuanto a su largura y anchura, como también las varas y los anillos mediante los cuales fueron levantados de la tierra y llevados sobre los hombros de los levitas durante la marcha. (Véase Números 4). Pero en las instrucciones sobre la fuente no hay mandato tocante a varas y anillos. ¿Será error? No, ciertamente.

Tenía su basa o su pie de bronce. En esto difiere de los demás artefactos. Las varas y los anillos mediante los cuales fueron levantados para ser llevados parecen indicar que, aunque estaban sobre la tierra, no eran de ella, sino del cielo. Eran sombras de las cosas celestiales, la sustancia permanente de las cuales tiene su lugar en el santuario celestial. La fuente, al tener un pie que la conectaba con la tierra, pero levantándola sobre ella, puede mostrar que la línea de enseñanza espiritual en este vaso está relacionada con la vida terrenal, y el andar de un pueblo cuyo nacimiento y ciudadanía son del cielo. El presente mundo es el sitio donde las manos y los pies de los redimidos de Dios requieren el uso de la fuente. Es solamente aquí abajo, entre las suciedades y contaminaciones de la tierra, que su benéfico ministerio es necesario, porque una vez allí arriba, los pies de los santos no pueden mancharse. La plaza de oro, como vidrio transparente, donde se paran, siempre reflejará la pureza de ellos.

Correspondiendo con esto, tenemos en el libro del Apocalipsis (en sí un libro de señales y símbolos) referencia a todos los demás muebles del templo o del tabernáculo, pero no hay mención de la fuente ni del mar de fundición. En notable contraste, vemos allí un mar de cristal reflejando la inmaculada hermosura de los redimidos. La última mácula de sus pies ha sido lavada; las arenas de la tierra no ensucian más. Los santos están glorificados a la imagen de su Señor, y la fuente y el mar de fundición ya no se necesitan más. ¡Bendito futuro! ¡Cuán santa y alegre la perspectiva del hijo de Dios!

Los espejos de bronce de las mujeres de Israel fueron usados como su materia prima, Éxodo 38:8. El espejo refleja a uno mismo. Muestra las hermosuras o las desfiguraciones de la persona, pero no puede alterarlas. Revela la contaminación, pero no puede quitarla. La hermosura de la mujer es su marca de distinción; así naturalmente apreciara lo que la muestra, pero éstas gustosamente dieron los espejos para hacer una fuente para los sacerdotes de Dios. Esto era un fruto precioso de la gracia.

¿Alguna vez ha renunciado algo para Dios, querido hermano? ¿Ha emanado de su corazón la gracia de Dios de tal manera que ha rendido a Jesucristo cosas que una vez amaba demasiado? Hay muchos que profesan admirar la “hermosura de Jehová”, y estimar al “Varón de Dolores” como el “todo codiciable”, pero que a pesar de ello se adornan con pompa del mundo y buscan ser bien conceptuados por el mundo que rechazó y echó fuera a su Señor. Los tales aún no han visto verdaderamente este mundo malo y el fin de toda carne según Dios los ve; se miran en sus propios espejos y piensan y hablan bien de sí mismos. Los pensamientos de los hombres no son los de Dios, de modo que tenemos que abandonar todas nuestras ideas y fantasías y someternos al juicio del Señor. En el momento que lo hacemos, aceptando su veredicto y sentencia, aprendemos cómo Dios en gracia ha provisto lo que nos limpia de contaminación espiritual y nos hace aptos para su santo templo.

La fuente estaba llena de agua, y allí los sacerdotes lavaban las manos y los pies cuando entraban en el Lugar Santo para adorar y salían al altar para servir. La negligencia en esto traía la muerte. No se observaba ningún culto frente a este vaso (allí no se derramaba ninguna), y sin embargo la adoración y el servicio eran imposibles sin el uso de la fuente. Era la necesidad diaria de los sacerdotes. Mediante su uso se conservaban en limpieza, en una condición que les permitía ejercer las funciones de su oficio sacerdotal delante de Jehová, y hacia su pueblo.

¡Cuán infinitamente preciosas son las lecciones que podemos aprender al lado de la fuente! ¡Cuán prácticas y penetrantes son las verdades que nos presenta este símbolo tan expresivo! Que el Santo Espíritu nos guíe a la verdad y nos dé corazones sinceros y conciencias tiernas mientras nos escudriña como con un candil prendido. Hemos visto en el altar y sus sacrificios la obra de Cristo realizada por nosotros y nuestra aceptación delante de Dios según el valor de aquella obra. Todo está contado o imputado a nuestro favor el momento en que creemos, y esto una vez para siempre. El creyente es considerado como en Cristo, limpiado eternalmente, aceptado eternalmente, en virtud del sacrificio ofrecido una sola vez. No hay repetición de este acto. No hay una nueva aplicación de la sangre, como a veces se dice. Es introducido a un estado de relaciones permanentes con Dios, en el cual se le reputa como todo limpio y santificado una vez para siempre. Todo esto es inalienable y eternamente suyo gracias a una obra hecha por otro a favor de él.

La enseñanza de la fuente es enteramente diferente. Habla de una obra hecha en nosotros por la Palabra y por el Espíritu de Dios. Sigue continuamente de día en día. No hay etapa ni condición en la vida cristiana en la tierra en la cual se pueda decir que la obra está terminada. No hay ningún estado ni experiencia alcanzable aquí que permita a un santo prescindir de este lavamiento a la fuente, y es verdaderamente triste que algunos piensen y hablen como si no fuese así.

Había dos lavamientos distintos del sacerdocio. Para entender la enseñanza de la fuente es necesario recordar esto.

Los sacerdotes en el día de su consagración fueron traídos a la puerta del tabernáculo y lavados de un todo con agua por Moisés, Éxodo 29:4, Levítico 8:6. Este fue el primer acto en su consagración. Ninguna vestidura santa ni ningún aceite de unción fue puesto sobre ellos hasta que hubiesen sido lavados, y antes de eso no les fue permitido entrar en el Lugar Santo para adorar a Dios. Este lavamiento les fue efectuado por otro; ellos no intervinieron en él para nada. Durante todo el período de su sacerdocio este acto nunca fue repetido.

Esto está de acuerdo con “el lavamiento de la regeneración”, Tito 3:5. La palabra en Éxodo 29:4 traducida lavarás significa lavar todo (el cuerpo), y es diferente de la que se usa con referencia a la fuente, Éxodo 30:18. Es un lavamiento que debe efectuarse antes que se pueda entrar en el lugar de adoración y servicio y, una vez hecho, el sacerdote ya goza de la permanente eficacia del mismo. Así es con el segundo nacimiento, el lavamiento de la regeneración. Ninguno puede adorar a Dios sin nacer otra vez: no puede entrar en la presencia de Dios para tener comunión con Él mientras no reciba una naturaleza que le posibilite el hacerlo.

Es algo que se debe entender claramente. El hombre en su estado natural no puede apreciar nada de lo que es de Dios ni hacer nada que le agrade. Podría ser capaz e intelectual o aun moral y religioso, pero mientras no haya nacido de lo alto, su lugar está fuera del círculo de la familia de Dios y fuera del círculo de la adoración y del servicio del sacerdocio celestial. No puede atreverse a cruzar el umbral del Lugar Santo hasta que por el acto soberano de la gracia de Dios se le pronuncie todo limpio, con el corazón purificado de mala conciencia y lavado el cuerpo con agua limpia.

Aquí, al pasar, quiero pedirle que haga una pausa y considere si este lavamiento se ha efectuado en el alma suya. ¿Ha habido un momento en la historia de tu vida cuando se ha encontrado cara a cara con el Dios vivo y ha sido desnudado de toda tu justicia imaginada? ¿Ha sido, como Josué el gran sacerdote, Zacarías 3, desvestido de las vestimentas viles de tu propia justicia y vestido de vestiduras para honra y hermosura, provistas por Dios? ¿Ha sido traído a Dios de veras, convertido, habiendo nacido otra vez? Sea la que fuere su posición en la iglesia profesante en la tierra, déjame asegurarte solemnemente que, aparte de esto, no encontrarás lugar en el reino de Dios. Nicodemo fue llevado hasta la puerta de ese reino por el Hijo de Dios, quien le dijo que si no naciere otra vez, no podría ni ver ni entrar en el reino, y las palabras quedan inalterables para siempre.

Los sacerdotes una vez limpiados, y su consagración completada, podían entrar en el Lugar Santo; ahora sí sería su hogar. Sus tablas los encerraban, sus cortinas los cubrían; andaban en la luz de su candelero y comían su pan. Cuando salían para hacer servicio para Dios a favor del leproso o el inmundo, fue como aquellos cuya morada estaba en el secreto del tabernáculo de Dios. El lugar del inmundo era extraño a la naturaleza de los sacerdotes y su hogar era con Dios. ¡Ojalá que siempre fuera así con nosotros, amados! Cuando salimos a predicar el evangelio al pecador, ¿salimos como sacerdotes en comunión con Dios? Cuando salimos para procurar de ganar a un hermano errante, ¿salimos siempre como del lugar Santo, en el poder de la comunión con Dios? Cuando andamos en el mundo, ¿caminamos en él como en un país extraño? ¡Qué verdadera y real seria nuestra obra para Dios si siempre fuera así con nosotros! Qué antídoto de la labor activa e infructuosa de la carne es este morar en la presencia de Dios. Que lo probemos así de día en día.

La fuente estaba colocada entre el altar y la puerta, y a los sacerdotes les fue mandado lavar las manos y los pies en ella. Era fácil que las manos y los pies, después de ser limpiados, se ensuciaran. Las manos, constantemente trabajando en el servicio de Dios en el altar, y los pies, siempre andando por la arena del desierto, necesitarían continuamente ser lavados, y para esto fue dada el agua de la fuente. A ningún sacerdote inmundo le estaba permitido ministrar al Señor, bajo pena de muerte, porque la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre.

Esto habla de la condición de alma necesaria para los que adoran y sirven al Dios vivo. Uno podía ser sacerdote y sin embargo, por causa de la inmundicia sobre él, incapacitarse para ejercer las funciones de su oficio sacerdotal. Así puede uno que es verdaderamente hijo de Dios, pero viviendo en habitual descuido de la palabra de Dios o en pecado no juzgado y no confesado, no tener ninguna comunión presente con Dios ni aptitud para servirle o adorarle. Él derecho del sacerdote de entrar era la sangre del sacrificio, pero la condición necesaria para el uso de ese derecho era que las manos y los pies hubiesen sido limpiados con agua.

Esto nos habla del derecho y de la condición que se necesitan para disfrutar de comunión con Dios. La vida Espiritual no es todo: tiene que haber un andar en la luz, el juicio de los propios hábitos y una continua prueba y limpieza de todas nuestras obras y caminos por la palabra de Dios, si queremos andar con Él. La palabra de Dios es el medio por el cual el Señor conserva a su pueblo limpio y en condición para comunión y servicio. “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra”, Salmo 119:9. “Santifícalos en tu verdad: tu palabra es verdad”, Juan 17:17.

Descuidar el juicio de nuestras obras y caminos por la Palabra es frustrar el propósito del Señor en nuestra santificación y la purificación como un pueblo propio de Él. En Juan 13 vemos al Señor como el siervo ceñido lavando los pies de sus discípulos, limpiando de ellos lo que les hubiera impedido tener parte con Él, Aquí tenemos la misma lección, Él vive en el cielo arriba, nuestro gran Sumo Sacerdote: su Palabra está con nosotros aquí para limpiarnos y guardarnos en comunión con Él. Cuando llegamos a esa Palabra con corazones sinceros, preparados para hacer todo lo que manda y renunciar a todo lo que condena, Él la aplica y así somos separados de toda mala obra y mal camino y limpiados de toda injusticia. Si rehusamos permitirle separar lo malo de nosotros por el lavamiento de la Palabra, Él nos dirá, como dijo en los días antiguos: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo”. Así es que la comunión se rompe; la conciencia se vuelve entorpecida y luego se produce una caída abierta.

Que sea nuestra experiencia consciente, como lo es nuestro privilegio, caminar diariamente en su luz, diciendo: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos”, Salmo 139:23. Cuando Él nos muestra algún camino malo o alguna mancha contaminadora, que sometamos nuestros pies a Él para que lo malo sea limpiado.

8 Las basas de plata

Ahora consideraremos el fundamento y la armadura del tabernáculo: las basas de plata y las tablas de madera de acacia cubiertas de oro, y las barras con sus anillos de oro; o, en otras palabras, los fundamentos, las paredes y lo que junta las paredes.

Hemos visto que el tabernáculo era la primera morada de Dios en esta tierra y que es simbólico de la Iglesia, su habitación actual entre los hombres. Como la gloria moraba de antiguo dentro de las tablas y cortinas de aquella tienda mística en el desierto y en ningún otro lugar en la tierra, así ahora la presencia de Dios es conocida entre aquellos que son “juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu”, Efesios 2:22. Ningún templo gentil, por grandioso o magnífico que fuese, podía pretender ser la morada de Jehová de Israel. Su pompa y grandeza podían atraer a los reyes de la tierra e inducir a miles a adorar alrededor de su altar, pero la morada escogida del Dios del cielo era una humilde tienda construida según su propio diseño y ordenada según su propia voluntad: el lugar donde su autoridad fue reconocida y sus mandatos fueron obedecidos.

Leemos en cuanto a la edificación de la misma: “He aquí que la hablan hecho como Jehová habla mandado”, Éxodo 39:43; y la respuesta de Jehová a la obediencia de su pueblo en las palabras con-movedoras: “Así acabó Moisés la obra. Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo”, Éxodo 40:33,34.

Bendita pero solemne es la lección enseñada aquí. El lugar donde se manifiesta la presencia y poder del Señor tiene que ser uno que Él mismo haya construido y ordenado. Las tradiciones y la voluntad del hombre no pueden tener lugar ni autoridad allí. Si hubiera faltado una estaca o una barra, o si hubiera habido una manzana o flor demás, creo de veras que Jehová no habría aprobado la voluntariedad o desobediencia del pueblo por venir a morar en aquel tabernáculo. Pero todo fue hecho según su voluntad, y Él vino y tomó posesión de su casa con todo su corazón.

La edad en la cual vivimos es una de cosas espirituales. La habitación de Dios es por lo tanto una casa espiritual, y edificada de piedras vivas, 1 Pedro 2:5. Tal es la Iglesia del Dios vivo. Está compuesta de hombres y mujeres que tienen vida en Cristo, y de nadie más. Los inconversos no tienen lugar ni porción allí. Esta es la primera cosa esencial: que los que forman el edificio sean almas vivientes, todos nacidos de arriba. Pero esto en sí no es suficiente. Tienen que ser edificados juntamente según el diseño de Dios. Tienen que ser congregados a Cristo y según la palabra de Dios. El orden de su adoración. Su ministerio y regla ha de ser “como el Señor ha mandado”, antes que puedan esperar o contar con la prometida presencia del Señor o tenidos por casa suya. Ser casa de Dios, su habitación, su iglesia, es mucho más de lo que suele creerse. Es un privilegio condicional y puede perderse por incumplimiento de las condiciones, Hebreos 3:6; Apocalipsis 2:5, aunque la salvación final de los individuos que componen la casa nunca puede ser perdida.

Además, la introducción de material falso, ya se trate de discípulos falsos, ya de mala doctrina en el edificio, lo contaminará y la expondrá al juicio presente del Señor, 1 Corintios 3:16,17, 1 Pedro 4:17. Que nuestros corazones y caminos sean de tal manera ordenados delante de nuestro Dios, amados, que como a individuos Él pueda venir a morar y andar entre nosotros, y entonces cuando nos juntemos a su bendito nombre, Él pueda morar y andar entre nosotros con placer y gozo.

Ahora nos fijaremos en el fundamento de plata. Cada una de las cuarenta y ocho tablas se levantaba sobre dos basas de plata. La arena movediza del desierto no proporcionaba ninguna base sólida sobre la cual erigir las tablas de acacia, y fueron edificadas sobre un fundamento que Dios mismo proveyó. Era a la vez de valor y permanente. Si nos referimos a Éxodo 30:11-16, veremos de dónde vino esta plata. Era el dinero de las expiaciones del pueblo. En el día cuando Israel fue contado, todo hombre cuyo nombre quedó inscrito en el Libro de Números trajo medio siclo de plata en rescate por su alma. No importaba de qué tribu era, ni cuál era su categoría; podría haber declarado todo esto con perfecta claridad, pero con todo su nombre no podía ser enrolado en el pueblo de Dios hasta haber sido pagado el dinero de la expiación.

El claro sentido de la figura es que no es el nacimiento natural ni la educación lo que dan al hombre su lugar entre el pueblo de Dios, sino la redención, de la cual es figura esta plata de rescate. Como los judíos en los días de la vida de nuestro Señor en la tierra que se jactaban, diciendo: “Nuestro padre es Abraham”, pero que estaban completamente destituidos de la fe de Abraham. Así hay muchos en el día de hoy que se glorían de la religión de sus padres y adornan los monumentos de los mártires, a la vez que rechazan al Hijo de Dios y niegan la eficacia de su sangre. Pero, “la misma sangre haré expiación de la persona”, Levítico 17:11, y aparte de aquella sangre y fe en aquel que la derramó ningún nombre de cualquier hijo de Adán puede ser escrito en el libro de la vida del Cordero.

Queridos amigos, ruego que no yerren en este punto. Saben que por todas partes hay hombres que predican contra la sangre de Cristo como la que pone al pecador cerca de Dios. Nos dicen que el hombre no es un ser caído, sino que hay algún buen principio en él que, al ser bien cuidado y educado, se desarrollará y producirá un hombre bueno al fin. Esto sería salvación aparte de la sangre de Cristo, aparte de la redención y la regeneración. Es como si uno dijera: “Tu nombre será escrito en la lista del pueblo de Dios sin pagar el dinero de la expiación”. ¡Cuán enteramente falso es tal engaño! ¡Qué horrible el destino de los propagadores de una mentira tan destruidora del alma! Atendamos y pongamos cuidado, no sea que la corriente corruptora venga en contacto con nuestros espíritus. Que el pueblo de Dios dé completamente la espalda a estos embajadores de Satanás y no preste oído a tal predicación, aunque sea popular y los predicadores ocupen puestos altos en las iglesias y las universidades.

El pobre y el rico pagaban igualmente. En otros tiempos, cuando el pueblo trata sus ofrendas voluntarias al Señor, cada uno daba según su capacidad, el rico más, el pobre menos, pero en el asunto del rescate o expiación todos eran iguales, Es una verdad comprensiva y humillante la de que no hay diferencia, Romanos 3:22, pero es la verdad de Dios, y los hombres tienen que someterse a ella. El príncipe y el mendigo, el borracho y el religioso, tienen que ser salvados exactamente de la misma manera.

Es a esta plata de rescate que se hace la alusión en 1 Pedro 1:18,19: “Fuisteis rescatados no con cosas corruptibles, como oro o plata; sino con la sangre preciosa de Cristo”. Y otra vez: “La iglesia del Señor, la cual Él ganó por su propia sangre”, Hechos 20:28. Redención por la sangre de Cristo es el fundamento sobre el cual descansa el pecador. Como el quicio (o mano) de la tabla agarraba la basa de plata, así la fe del pecador echa mano de Cristo por su redención. Esta es la roca sobre la cual edifica; cualquier otro fundamento es como la arena que se hunde. Todos deben estar seguros de estar descansando entera y solamente en Cristo y no en parte sobre las basas y en parte sobre la frágil base de sus propias obras. Qué fácil hubiera sido en el bullicio dejar que el quicio resbalara de la basa y quedara en la arena. Más fácil aun es para el pecador omitir a Cristo y edificar sobre otra cosa, Pero el día de prueba viene cuando la tempestad probará el fundamento de cada hombre, y, ¡ay!, qué brechas habrá tal vez, aun entre los que se llaman pueblo de Dios.

En la erección del tabernáculo, las basas de plata eran la primera parte de la obra. Antes que fuese erigida una tabla o fuese metida una estaca, los meraritas pusieron sobre la arena descubierta del desierto las macizas basas de plata. Sin ellas no podía haber ningún edificio. Coincidiendo con esto, encontramos al apóstol Pablo llegando a la ciudad de Corinto, cuando no había ningún vestigio de iglesia allí, y predicando a “Jesucristo, y a éste crucificado”, 1 Corintios 2:2, como el fundamento para el pecador. Leemos que muchos creían y se detuvo allá un año y seis meses, enseñándoles la palabra de Dios, Hechos 18:8,11. Este era la fundación de la iglesia de Dios que estaba en Corinto, 1 Corintios 1:2.

El apóstol nos dice en 3:10,11 que Cristo era el fundamento de la comunión de ellos en la iglesia, como lo había sido de su salvación. Los nombres de Pablo y Apolos no iban ligados con Cristo en la una ni en la otra. Somos llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor, 1 Corintios 1:9. Los nombres sectarios no pueden tener parte en ella, como tampoco pueden tenerla las doctrinas sectarias. Estos esparcen y dividen, pero el nombre y la palabra del Señor juntan en uno, edifican y unen. Al gloriarnos en su amado nombre solamente como el fundamento de nuestra eterna salvación, también tengámoslo como el precioso fundamento de nuestra comunión los unos con los otros como los redimidos del Señor.

9 Las tablas de madera

La armadura del tabernáculo consistía en madera de acacia. Veinte tablas estaban sobre el lado norte, veinte sobre el sur y ocho a lo largo del extremo occidental. Cada una de las tablas tenía dos quicios por los cuales estaba conectada con las dos basas de plata abajo.

Cada una de estas tablas representa un pecador salvado por soberana gracia, quien, habiendo muerto como hijo de Adán, ha sido levantado de los muertos, vivificado en novedad de vida, y se halla delante de Dios en Cristo como un miembro de la nueva creación. Pero veamos cómo sucedió todo esto. Estas tablas una vez habían guardado una forma diferente. Eran majestuosas acacias plantadas en la tierra. La tierra las sostenía y su savia las alimentaba. Sus raíces estaban en la tierra y eran de ella. Pero Jehová las necesitaba, para la edificación de su morada, y el día llegó cuando el hacha fue puesta a la
raíz de los árboles. Fueron cortados; murieron en cuanto a la tierra. Su relación con ella fue destruida para siempre.

Tal es el caso con cada uno en la santa morada de Dios que está edificándose sobre el fundamento Jesucristo. Antes estaban en el mundo y eran de él, una parte de la creación vieja, hombres en la carne. Su gloria era como el laurel verde; su vida era de este mundo: sentían lo terreno. Pero la afilada y poderosa hacha de la verdad, fuerte en la mano del Espíritu, cayó sobre el corazón y la conciencia. Los abatió y confesaron: “Caímos todos nosotros como la hoja; ha hecho pasar mi esperanza romo árbol arrancado”, Isaías 64:6, Job 19:10.

Ese es el primer paso en la verdadera conversión a Dios. Tiene que haber un abatimiento antes que pueda haber un levantamiento. Este es el testimonio inequívoco de las Escrituras, y en todo caso de conversión a Dios registrado en ellas encontramos el mismo orden. Los pecadores estaban quebrantados delante de Dios. Tuvieron que inclinarse y confesar su condición perdida. La soberbia fue nivelada y la gloria terrenal bajada al polvo. El fariseo orgulloso en el camino a Damasco fue echado en tierra, literalmente, sin duda, pero la justicia humana de que se jactaba y su orgullo fueron bajados también. Podía decir: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo”, Gálatas 2:20. “Lo he perdido todo, y lo tengo por basura”, Filipenses 3:8. Aquí haba un derribamiento, el hacha puesta a la raíz del árbol.

Fíjese también en el carcelero de Filipos. El terremoto sacudió la cárcel; el poder de Dios despertó al hombre y le hizo clamar: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”, Hechos 16:30. Los tres mil convertidos en el día de Pentecostés fueron compungidos de corazón, y dijeron: “¿Qué haremos?”, Hechos 2:37.

Así obra Dios. Este elemento hace falta en el día de hoy entre mucho de lo que profesa ser obra de Dios. Hay muy poco verdadero quebrantamiento; en verdad, hay poca predicación que lo produzca. Los hombres en general tienen demasiada miel en la boca y temen ofender a los oyentes, y así no les dicen la clara verdad de Dios. Hay pocos hombres como Jeremías cuya obra es arrancar y derribar. Pocas veces eran más necesarios. Los pecadores son abrazados y acariciados hasta que caen en un sueño profundo y fatal de falsa seguridad. Conocen el evangelio en su letra, profesan creer que es la verdad, pero no hay separación del mundo ni señal de la vida divina en sus almas.

Permíteme preguntar: ¿Ha sido humillado delante de Dios? ¿Se ha inclinado, confesándose un pecador perdido e impío, apto solamente para las llamas eternas? ¿Han sido bajadas al polvo su soberbia y gloria terrenal? No importa lo que sepa o haga si tu propia dignidad no ha sido abatida; tendrá que ser bajado o ahora o en el infierno. Qué descenso todavía espera al pecador orgulloso y soberbio. Allí abajo en las profundas tinieblas de una eternidad perdida encontrará que han desaparecido todas las distinciones, que sus compañeros son los demonios, sus asociados los viles y las escorias de la tierra.

Pero no hay que creer que pensamos necesario para la verdadera conversión que el hombre sea derribado por algún terrible golpe que lo vuelva inconsciente. Sin duda, en tiempos de visitación especial, tales cosas han sucedido, y con frecuencia el diablo las ha usado para quitar la vista de la gente esté ocupada con esas experiencias y no con Cristo. El corazón de Lidia fue abierto quietamente cuando estaba junto al río, sin ninguna demostración exterior. Centenares en la misma manera han pasado tranquilamente de la muerte a la vida. El punto en que insistimos es éste: no importa cómo o dónde, el pecador tiene que inclinarse y humillarse delante de Dios. Tiene que dejar entrar hasta el alma el filo penetrante de la verdad de Dios, desnudándole y bajándole, antes que pueda ser levantado como un hombre convertido, un hombre en Cristo.

El próximo punto es que el árbol fue despojado de sus ramas y cortado al tamaño prescrito por Dios.

Es después de la conversión que el proceso de desnudar empieza de veras. A medida que a la verdad de Dios se la permite obrar en la conciencia del creyente, éste encuentra que en él hay muchas cosas superfluas que es menester abandonar, cosas que en sus días mundanos consideraba buenas y correctas, pero de las cuales ahora tiene que despojarse. Puede ser que no sean viles y sucias, pero no son de la nueva creación; no concuerdan con su posición como ciudadano del cielo; no están de acuerdo con su carácter de peregrino en la tierra.

No hace falta presión para hacerle dejar estas cosas. El poder santificante de la Palabra efectúa el cambio a medida que somete su vida y sus caminos a la verdad. La verdad, en el poder del Espíritu obrando sobre él, le desnuda y le forma según la voluntad de Dios. Esta es la santificación práctica, demasiado práctica para ser adoptada por los meros profesantes de religión. Muchas veces hemos visto a tales personas dar vuelta y no andar más con nosotros al empezar el proceso de despojamiento y formación. La predicación de la gracia las atraía en multitudes. Ensalzaron al predicador y la predicación, pero en el momento que la verdad fue dirigida hacia sus vidas y su modo de andar, y las demandas de Dios fueron proclamadas por su Palabra, dieron la espalda como Pilato, preguntando: “¿Qué es la verdad?”, alejándose lo más pronto posible. Los hombres de Nazaret estaban dispuestos a escuchar las palabras de gracia que salían de la boca del Maestro, pero cuando dijo: “En verdad os digo”, amenazaron despeñarle, Lucas 4:25-29. Así será hasta el fin dondequiera que se predique la gracia y la verdad.

Una vez cortadas y formadas, las tablas fueron cubiertas de oro. Su hermosura natural les fue quitada, y en su lugar les fueron dadas hermosura y gloria divinas. Así es con el hijo de Dios. Puede ser que no tenga ningún atractivo en los ojos de los hombres, pero los ojos de su Dios le ven como perfecto en hermosura por la belleza que Él puso sobre su Hijo, Ezequiel 16:14. Está delante de Dios acepto en el Amado, completo en Cristo. Así una tabla tras otra fue cortada y levantada, pasando en figura por la muerte y la resurrección para llenar su puesto en la morada de Dios. Del mismo modo, en una gracia mucho más maravillosa, un pueblo está siendo recogido del mundo: un pueblo que ha muerto y resucitado con Cristo para ser juntamente edificado para morada de Dios en el Espíritu, Efesios 2:22.

10 Las barras

Las tablas de madera de acacia fueron unidas por barras del mismo material cubiertas de oro. La verdad enseñada aquí en figura se relaciona con la comunión y la unidad del pueblo de Dios.

Cada tabla se levantaba enhiesta sobre su propio fundamento. Tenía su propia posición independiente de todas las demás. Esto muestra la salvación y posición de cada creyente en particular.

Cada tabla estaba ligada a la otra a su lado y a las demás por medio de barras de acacia. Esto expresa la comunión y unidad de los creyentes. La figura nos revela cómo la unidad divina está formada y soste-nida y cómo se manifiesta. No sólo somos unidades, ni tampoco empiezan y terminan nuestros privilegios y responsabilidades con nosotros mismos. Hemos sido ligados en el haz de los que viven con nuestros santos compañeros, y la gracia que nos hizo miembros de la familia de Dios nos ha impuesto la responsabilidad de ser guarda de nuestro hermano.

Hay en las Escrituras un vasto y único círculo de verdad, de muy largo alcance, presentando privilegios y responsabilidades a los santos de la presente edad acerca de la unidad, que era desconocido en los siglos pasados. Somos verdaderamente culpables si dejamos todo esto desatendido con el pretexto de que estamos más preocupados con nuestra propia vida y modo de andar que en buscar la salvación de los perdidos. Estas cosas tienen su debido lugar y debieran ocupar en las mentes y actividades de los santos la prominencia que les pertenece, pero claramente no se debe excluir el importante hilo de verdad dado por el mismo Señor a su pueblo respecto a su comunión y sus responsabilidades hacia los demás santos y hermanos. De éstos puede ciertamente decirse: “Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello”, Mateo 23:23.

Las barras eran cinco. Primeramente se las describe en forma general y después en particular. La atención especial está dirigida a la del medio. Leemos en el 26:28: “La barra de en medio pasará por en medio de las tablas, de un extremo al otro”, y como mayor explicación de esto leemos en capítulo 36:33: “Hizo que la barra da en medio pasase por en medio de las tablas de un extremo al otro”. Esta barra, entonces, ligaría todas las tablas la una a la otra. Mediante ella las muchas tablas fueron compaginadas para formar un solo tabernáculo y así constituían una unidad manifiesta y visible. El espectador podía ver el conjunto exterior de las tablas pero no la barra que las formaba y sostenía. Estaba escondida dentro del corazón de las tablas donde ninguna ruda mano de los hombres podría quebrarla o dislocarla.

Así es con aquello que liga y une al pueblo de Dios. Los santos de Dios son uno: uno con Cristo y uno entre sí. Ningún poder en tierra ni infierno puede arrebatar al cordero más débil del cuerpo de Cristo. La profunda y misteriosa unidad que existe entre la Cabeza Resucitada y sus miembros es divina y eternal. Así es también la unión de un miembro con el otro. La Iglesia, vista como el cuerpo de Cristo, abraza a todos los hijos de Dios en todo el mundo. Incluye a todos los que tienen vida en Cristo y excluye a todos los que están muertos en pecado.

Pero hay otro aspecto de la iglesia presentado en las Escrituras: es decir, como congregada a Cristo en la tierra, como testigo de Dios en un mundo oscuro y malo. Es tocante a la iglesia, o asamblea, en dicho aspecto que esta figura habla. Vemos aquí cómo una compañía del pueblo de Dios es divinamente congregada y compaginada.

Tal era la iglesia que estaba en Jerusalén, Hechos 8:1, la iglesia de Dios que estaba en Corinto, 1 Corintios 1:2, y las iglesias de Galacia, Gálatas 1:2. Estaban compuestas de creyentes únicamente, y estaban congregadas al centro dispuesto por Dios y unidas en la manera establecida por Dios. Son el modelo divino de las iglesias de Dios. Como la barra por en medio de las tablas les unía todas, así el Señor en medio une a sus santos congregados. Una vez con desprecio y escarnio le crucificaron con ladrones, “uno a cada lado, y Jesús en medio”, Juan 19:18. Todo ojo se fijó en aquella cruz central. El Santo Crucificado allí era el objeto del desdén, y sobre Él sólo la multitud se descargó el odio y el menosprecio.

Un día cuando la multitud redimida, completada y glorificada, se congregará alrededor del trono, el “Cordero en medio” será el objeto de su adoración y el tema de su cántico. “Jesús en medio” de aquella gloria luminosa será su centro, y su amado nombre unificador solo brillará en cada frente. Otros nombres y otros vínculos no tendrán ningún lugar allí. Aquí abajo en la tierra, los desterrados de Israel y los dispersos de Judá, por tanto tiempo esparcidos y repelados, serán juntados en unión bendita, sus envidias terminadas, unidos por el mismo dulce nombre, porque “a él se congregarán los pueblos”, Génesis 49:10.

Durante esta dispensación de su rechazamiento por el mundo, la promesa es sí y amén a nosotros, de que “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”, Mateo 18:20. Este es el centro y el punto de cita para los santos de Dios. Donde sólo el nombre y la persona del Señor son buscados, allí habrá la bendita y divina unidad, Así fue desde el principio. Sectas y partidos con distintos nombres no tenían lugar en la iglesia en su etapa primitiva.

Más tarde los hombres empezaron a imponer y dar prominencia a sus doctrinas favoritas, y de ellos mismos se levantaron “hombres que hablaban cosas perversas, para arrastrar tras sí a los discípulos”, Hechos 20:30. Las facciones así creadas por estas doctrinas pronto empezaron a tomar forma más definitiva, y otros nombres fueron destacados juntamente con el nombre de Jesús. “Cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo, y yo de Apolos”, 1 Corintios 1:12. El movimiento sectario, creado y fomentado en los corazones de los santos, apareció en forma exterior. Sectas y partidos nacieron ostentando los nombres de sus fundadores o de sus doctrinas peculiares, y así la levadura ha crecido hasta que, después de siglos de divisiones, secesiones y rompimientos, la iglesia profesante de Cristo, como un Babel, presenta al mundo infiel y burlador el frente dividido de varios centenares de sectas, cada una pretendiendo el primer puesto y la reputación de ser la iglesia verdadera.

Algunas de éstas son crasamente impuras, y su doctrina está destituida de la verdad. Otras son más evangélicas en doctrina, pero miserablemente corruptas en prácticas, mientras que todavía otras están mayormente compuestas de aquellos que no son convertidos ellos mismos ni creen que los demás puedan tener seguridad de la salvación. Los creyentes desafortunados que están mezclados en esta masa de confusión e iniquidad, gimiendo sobre el triste estado de cosas, a veces están contentos de poder escapar de sus trabas para conseguir un manojo del trigo del cielo donde puedan hallarlo.

Escondidos entre los restos del naufragio, pocos de los santos se conocen el uno al otro, y aquellos que morarán juntos en la casa del Padre para siempre son prácticamente extraños el uno al otro aquí. Muchas veces se han hecho esfuerzos para efectuar un cambio y producir un acercamiento entre los santos: círculos de oración, uniones de evangelización y sociedades de jóvenes han sido formadas.

Se han organizado conferencias y reuniones sociales, y se han realizado muchos otros proyectos para acercar y unir a las ovejas esparcidas del rebaño de Dios, comprado con sangre. Ha sido refrescante juntarse así, descartando todos los nombres sectarios y títulos eclesiásticos, simplemente como discípulos de un solo Señor. Los santos se han fortalecido las manos, y han buscado confortar sus corazones en Dios, como David y Jonatán en el bosque, pero, extraño como parezca, muchos han partido para volver nuevamente a sus sectas favoritas otra vez y para bregar por esos credos y asociaciones que los mantienen separados el uno del otro, Las raíces del espíritu sectario continúan sin ser juzgadas, y sus trabas siguen atándolos. Los santos que se reúnen alrededor de una común mesa para tomar té y gozar de compañerismo entre ellos, rehúsan juntarse alrededor de la mesa del Señor.

Si es cosa tan dulce reunirse alrededor del amado Nombre en un día de la semana o en una conferencia, ¿por qué no hacerlo continuamente? El único Nombre y la única Persona que unifican, ¿no son acaso lo mismo ayer, hoy y por los siglos y suficientes para juntarlos y ligarlos continuamente en la tierra como lo hará en el cielo? Si los santos de Dios juzgaran el pecado de ser sectarios en sus corazones y se purgaran de la multitud mixta, saliendo de ella y congregándose a Jesucristo el Señor, probarían de veras el poder y la bendición de la palabra: “Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía”, Salmo 133:1, y bajo el señorío pastoril del Señor Jesús serian hechos una vez más un solo rebaño que yace en delicados pastos junto a aguas de reposo.

Las tablas estaban ligadas de fuera por cuatro barras de madera de acacia metidas por los anillos de oro. En los días primitivos, cuando “todos los que hablan creído estaban juntos”, cuando los santos eran de un corazón y un alma y cuando se juntaban en torno de la presencia invisible pero real, leemos que “perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones”, Hechos 2:42. Estas prácticas eran las barras exteriores que los ligaban y los llevaban hacia el centro.

La doctrina de los apóstoles, tal como se halla en la Palabra, la fe una vez dada a los santos en su integridad y pureza, debe ser retenida y a ella debe haber sumisión, si una iglesia ha de ser preservada en unidad, perfectamente compaginada de un acuerdo y de una mente. Ninguna parte debe cobrar demasiada prominencia; ninguna parte debe ser suprimida. Aquí es donde nace el germen de la división y donde fallan las asociaciones y uniones. Una asociación formada sobre la base de que ciertas verdades no deben ser mencionadas es una asociación de sectas. No está unida por la doctrina de los apóstoles, y no puede ser de Dios.

La doctrina forma la comunión, el partimiento del pan la expresa, y las oraciones echan mano a Dios para el poder de sostenerla. El anillo es el emblema del amor. La verdad debe ser retenida y usada en amor, no en soberbia o fanatismo. “Este es el amor a Dios que guardemos sus mandamientos”, 1 Juan 5:3, y “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros”, Juan 13:35.

11 Las cubiertas y las cortinas

Había dos juegos de cubiertas y dos juegos de cortinas. Las cubiertas consistían en una cubierta exterior de pieles de tejones y una interior de pieles de carneros teñidas de rojo. El juego exterior de cortinas era de pelo de cabras, y el interior de lino torcido, con azul, púrpura y carmesí. El juego exterior de cortinas es, propiamente dicho, “la tienda” y el juego interior, “el tabernáculo”.

Las consideraremos en su carácter figurativo como señalando adelante a Cristo, en quien moraba el Padre; también a la Iglesia de Dios corporalmente, y a los santos individualmente, en los cuales ahora mora y anda.

La cubierta de pieles de tejones era la cubierta exterior y visible. Protegía de los rayos abrasadores del sol y de las tempestades del desierto. No tenía parecer ni hermosura, y no había belleza exterior para atraer la mirada de los hombres. El tabernáculo era todo glorioso adentro, con tablas revestidas de oro y cortinas que eran obra de costura, pero vistas solamente por el ungido sacerdote de Dios que estaba dentro del Lugar Santo. La piel de tejón es mencionada una vez más en las Escrituras, y allí se lo emplea para sandalias que separen y protejan los pies de los redimidos de Dios en las arenas ardientes del desierto, Ezequiel 16:10. La piel de tejón está así relacionada con la separación y el carácter terrenal de peregrino del pueblo de Dios. Le da protección de lo que los lastimaría en tal carácter. La figura tuvo su respuesta completa en el Señor Jesús mientras vivía en la tierra.

Era el más hermoso de los hermosos, “el Señalado entre diez mil” a los que le conocieron, pero despreciado y desechado entre los hombres, el parecer desfigurado del Varón de Dolores no presentó ningún atractivo a los ojos del mundo. Vieron a un Hombre solitario sin hogar terrenal. Le vieron llorar y le oyeron gemir, pero no lo desearon ni quisieron preguntar de dónde vino. Les bastó saber que era el carpintero, hijo de María, el nazareno. Con escarnio burlador y broma lasciva llevaron al Varón de Dolores a la cruz. ¡Oh, que nuestras almas pudieran mirar fervorosamente a este espectáculo! Las sienes coronadas de espinas, el gentío cruel e inhumano, los reproches indecentes y viles que amontonaron sobre la amada y santa Víctima. Tal era el mundo de entonces, tal fue el trato dado al Hijo de Dios, y tal es el mundo todavía y siempre lo será.

A medida que nuestras almas contemplen aquel rostro bendito, creceremos como Él; a medida que crezcamos como Él, sufriremos afrenta y reproche por su nombre. Qué poco de este vituperio conoce el pueblo de Dios. Muchos reinan ahora donde Él fue echado fuera y son halagados donde Él fue escarnecido. ¿Es así con usted, amado? ¿Ha ganado la sonrisa aprobatoria del mundo? ¿Está su nombre en fama y estima entre los enemigos suyos? Verdaderamente, si es así, debe de ser muy desemejante a su Señor.

Pero el escándalo de la cruz y el reproche de Cristo persisten para todos los que siguen al despreciado y rechazado nazareno. Sufrimiento e ignominia acompañarán sus pisadas. Lágri-mas y sollozo muchas veces señalarán sus sendas. El tiempo de reinar vendrá, y a Él esperamos con paciencia. El nazareno un día se sentará en su trono, la mano horadada tomará el cetro del poder universal, y sobre las sienes, una vez brutalmente ceñidas de espinas, reposarán las muchas diademas. Entonces se quitará la cubierta de pieles de tejones, y una iglesia gloriosa será presentada a su Esposo celestial.

Tú también reinarás; solo no llevará Él su corona de gozo; Y la tierra verá a su esposa real a su lado en el trono.

La cubierta de pieles de carneros, teñidos de rojo, es figura de consagración hasta la muerte. El carnero fue usado para el sacrificio, especialmente en la consagración del sacerdocio; Levítico 8. Como el cordero representa a Jesús manso y humilde, sumiso hasta la muerte, así el carnero habla del vigor y la fuerza del Señor, y del propósito del corazón que le impulsaba por la senda de devoción sin reserva a

Dios aun hasta la muerte. La piel del carnero colocada sobre el tabernáculo nos recuerda de la separación de la Iglesia a Dios, del mismo modo que la sangre sobre la oreja, la mano y el pie del sacerdote nos recuerda que nuestros miembros han sido redimidos y limpiados por Él.

La consagración es algo muy positivo e intensamente práctico. No es un acto exterior, sino un propósito profundamente arraigado y fijo del corazón. Incluye mucho más de lo que infieren por el término aquellos que hablan de una consagración entera. Es muy fácil para los labios cantar: “Todo mi ser te quiero dar, a ti lo quiero dedicar”. Pero, ¿estamos en verdad prepa-rados para esto? Aprendemos el sentido de la consagración entera al lado de la cruz. Aquel Santo devoto que afirmó su rostro hacia el lugar de muerte, menospreciando el oprobio, es el ejemplo y la medida de la consagración entera.

Su espíritu angustiado fue desamparado de su Dios. Llevando nuestra culpas, Él llevó la muerte y maldición.

Somos llamados a seguir sus pisadas y a rendirnos a Dios. Cierto apóstol pudo decir una vez, “Estoy dispuesto a morir por el nombre del Señor Jesús”, Hechos 21:13, y por amor de Cristo lo perdió todo. Vivimos en una época de comodidad. Se predica la gracia, pero poco se oye de sus demandas. Las cosas que pide Cristo como Señor no son contadas como esenciales, y la verdadera devoción es tildada de legalidad. Bienaventurado es saber que nuestro Señor sabe evaluar debidamente, y un día reconocerá aquella verdadera consagración que trajo sobre sus amados aquí el despiadado juicio de sus hermanos carnales y la calumnia y el escarnio del mundo. Su mano quitará el cuero de tejón que ahora la cubre, y para eso esperamos con paciencia.

Las cortinas de pelo de cabra eran conmemorativas de la expiación ya realizada. La ofrenda diaria para expiación del pecado era un macho cabrío, Números 28:15; y para el día de las expiaciones, el macho cabrío era la víctima escogida (Véase Levítico 16). La cortina doble colgada sobre la puerta puede indicar que la única base para acercarnos a Dios es la exclusión del pecado, y que aquello que lo recordaba estaba siempre delante del ojo del sacerdote cuando entraba en el santuario de Dios. Las cortinas fueron pareadas por lazadas de pelo de cabras y por corchetes de bronce. Esto nos recuerda que la única unidad aprobada por Dios tiene que ser en justicia y santidad. No puede haber ningún fingimiento de santidad ni ligereza con el pecado.

Las cortinas de lino torcido eran visibles solamente al sacerdote dentro del Lugar Santo. Representan las glorias de Cristo en resurrección y las de sus santos como los que han resucitado con Él.

El lino torcido habla de pureza y justicia. El azul es el color del propio cielo, y nos dice del carácter del Hijo de Dios. El carmesí es el color de la tierra y nos recuerda su gloria terrenal como el Hijo del hombre. La púrpura es la combinación de azul y carmesí y señala aquel tiempo cuando la gloria de lo celestial y la gloria de lo terrenal tendrán su centro y manifestación en su bendita persona. Los querubines hablen de su majestad y poder.

Las cortinas hicieron pares y fueron juntadas mediante lazadas de azul y corchetes de oro, y así las varias cortinas formaron un tabernáculo. Los santos como resucitados con Cristo son juntados todos ahora y perfectamente unidos en una unión divina y celestial.

El pleno despliegue y manifestación de esto se verá en la gloria, pero la fe lo discierne aun ahora mientras está en comunión con Dios dentro de su santo templo y busca reconocer y descansar sobre esta verdad en sujeción a su Palabra en medio de la discordia y división del tiempo presente. Sed “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”, Efesios 4:3.

12 El Lugar Santo

El tabernáculo estaba dividido en dos compartimientos que diferían en tamaño y nombre. Él primero y más grande es llamado el Lugar Santo; el segundo, el Lugar Santísimo o el Santuario.

El Lugar Santo tenía el altar de perfume, la mesa del pan de la proposición y el candelero de oro. Era el lugar de privilegio y servicio sacerdotal, y dentro de sus recintos los hijos de Aarón el sacerdote hacían diariamente los oficios del culto, Hebreos 9:6. Dentro de sus sagradas paredes no estaba permitido que pisara pie de hombre ni que sirviera mano de hombre salvo el de un sacerdote consagrado.

La congregación de Israel tenía acceso al atrio, pero no más allá. Podían traer sus ofrendas al altar de bronce, pero al altar de oro en el Lugar Santo les estaba prohibido llegar.

La enseñanza figurativa aquí señala al lugar de bendición vasta y única perteneciente a los creyentes de esta dispensación como sacerdotes para Dios, un título de bendición indecible, poco entendido o apreciado por muchos a quienes por gracia pertenece. Para los jóvenes en Cristo y los nuevamente llegados a la fe podría ser provechoso meditar un poco sobre esto.

En Israel era una sola familia, la de Aarón, de la tribu de Leví, la que estaba investida del sacerdocio. Nacer en aquella familia era la única manera de compartir sus privilegios.

El titulo era hereditario y pasaba a los descendientes. En la presente edad de gracia y bendición espiritual es exactamente al revés. Por nacimiento natural todos están excluidos de Dios, y por el nacimiento espiritual, o por nacer otra vez, todos son hechos sacerdotes. Esta es una de las grandes diferencias entre las dispensaciones de ley y de gracia y uno de aquellos notables hechos que conforman el cristianismo como algo completamente distinto del judaísmo.

En la familia de Dios, nacida de arriba, no se reconocen distinciones entre sacerdotes y laicos. Las palabras tan llenas de gracia y bendición: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido”, 1 Pedro 2:9, son aplicables a todos los santos de Dios. El más débil y flaco de los redimidos del Señor puede adoptarlas y gozar de los privilegios que significan, junto con el más desarrollado en la gracia. Las cualidades personales y los dones no entran aquí. Cada una de estas cosas tiene su lugar; pero el sacerdocio, con toda la extensión y esfera de bendición y privilegio que le pertenecen, es el derecho que por, su nacimiento espiritual corresponde a todos los santos.

Amados, ¿estimamos las abundantes riquezas de esta gracia de Dios? ¿O somos esclavizados por una falsa humildad que nos hace tomar un lugar inferior y mantenernos a gran distancia en una neblina de servidumbre y temor? La sangre preciosa nos ha hecho cercanos, el Espíritu de adopción como hijos mora dentro de nosotros, y es el gozo del corazón del Padre ver el rostro y oir la voz de todos sus hijos. En gracia condescendiente Él se bajó para levantarnos de las profundidades de nuestra ruina y, no satisfecha con sólo rescatarnos, nos levantó al rango de “un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio de Jesucristo”, 1 Pedro 2:5, dentro de su santo templo. El cielo donde vamos a cantar para siempre está abierto ahora a la fe; el Pontífice lo ha penetrado, llevando consigo el título que acredita nuestro derecho y nos llama a acercarnos y, por medio de Él, ofrecer siempre a Dios “sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesa su nombre”, Hebreos 13:15.

Los lugares santos hechos de mano son figuras de los verdaderos cielos. El sacerdote de Israel, aceptado por medio de los sacrificios ofrecidos en el altar, limpiado por el agua de la fuente y ungido con el aceite santo, es figura de un creyente acepto en el Amado, limpiado por el lavamiento de la regeneración y por la palabra de Dios, ungido del Espíritu Santo, y así hecho apto para acercarse a Dios. La sangre de Cristo es el título del derecho, la purificación diaria por la Palabra es la condición, y el Espíritu de Dios es el poder para desempeñar las funciones de nuestra vocación sacerdotal. De estas verdades leemos en Hebreos 10:19-22, Efesios 2:18.

La puerta de la tienda era un tapiz de azul, púrpura y carmesí sobre cinco pilares de madera de acacia, cubiertos y coronados con oro y encajados en basas de bronce. Esta era la entrada al Lugar Santo. Tenía las mismas medidas superficiales que la puerta del atrio, pero la altura era el doble y la anchura solamente la mitad. La diferencia es significativa. La puerta del atrio era ancha; la del santuario era angosta. La puerta de afuera era para todos; la de adentro, solamente para los sacerdotes.

Hay una plenitud y a la vez una angostura en las cosas de Dios que hacemos bien en notar. El evangelio de la gracia de Dios es para todo el mundo, y la puerta es suficientemente ancha para todos. Los privi-legios y las bendiciones de la casa de Dios son tan sólo para los santos, y por ello la puerta es angosta. Acordémonos de esto. Es una inversión del orden de Dios restringir el evangelio a unos pocos y admitir al mundo para llenar el lugar de los hijos. Debería haber en la predicación de la Palabra una línea divisoria entre los hijos de Dios y los inconversos y un tratamiento acertado de la palabra de verdad, dando a cada uno su porción.

Esto ha sido terriblemente desconocido por la cristiandad. A congregaciones mixtas de santos y pecadores muchas veces se les habla y por ellas se ora como si fueran hermanos amados, y “el pan de los hijos” es repartido por igual a todos a pesar de la diferencia que existe entre ellos. Se hace a los impíos creer que son “herederos del reino de Dios” y así son endurecidos en su culpa y condenados en su hipocresía. Las puertas de la iglesia son abiertas de par en par a los inconversos, y la mesa del Señor y su culto son contaminados y degradados porque el mundo ha sido admitido a ellos.

El Señor no tiene sin culpa a quienes hacen, favorecen o sostienen prácticas tan profanas. Con santo celo por su Nombre, Él ha levantado un cerco de verdad alrededor de las cosas santas, y si los hombres con mano impía la derriban o enseñan a sus compañeros a no hacerle caso, un día Él se vengará de ellos. Que el Señor despierte las conciencias y sus santos para ver la gran deshonra hecha a su Nombre y la ruina eterna traída sobre las almas de los hombres por permitir e instruir a los inconversos a tomar parte presuntuosamente en el culto de Dios. El caso del rey Uzías, que en el orgullo de su corazón una vez entró por la puerta del Lugar Santo con un incensario en la mano para quemar perfume y fue herido de lepra, bien puede ser una advertencia a los tales, 2 Crónicas 26:16-19. Otro caso es el de Coré y su compañía, que fueron destruidos por el juicio de Dios por pretender ser sacerdotes cuando no lo eran; Número 16.

En el Lugar Santo estaban el altar del incienso, el candelero de oro y la mesa para el pan de la proposición. El servicio del sacerdote consistía en quemar perfume sobre el altar, en aderezar las lámparas del candelero y en comer pan a la mesa. Estas cosas son figuras del servicio del sacerdote celestial, que consideraremos más detalladamente en el contexto de los vasos respectivos. Que sea nuestra experiencia alegre y diaria, amados, la de morar conscien-temente en su tabernáculo debajo de las alas del Todopoderoso. Escondidas en su presencia secreta, en el mismo pabellón del Señor, nuestras almas estarán seguras de las flechas de los malos y de la contención de lenguas, y, habiendo hallado el permanente derecho de entrar allí en la sangre del Cordero de Dios, seamos preservados en una condición de limpieza por la aplicación continua de la Palabra a nuestros pensamientos, palabras y hechos. Así, andando en el poder del Espíritu Santo no contristado con anhelo ardiente de alma, diremos: “Una cosa he demandado a Jehová, ésta buscará: que está yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová y para inquirir en su templo”, Salmo 27:4.

13 El altar del incienso

El altar del incienso estaba dentro del Lugar Santo. Era de madera de acacia y de oro, y tenía una corona de oro en derredor.

Aquí debemos distinguir entre este mueble y el altar del holocausto. El altar delante de la puerta era de madera de acacia y bronce; el altar dentro del Lugar Santo, de acacia y oro. El altar de bronce era el lugar de sacrificio; el altar de oro era el lugar del incienso. En el primero había un continuo derramamiento de sangre; en el segundo, un perfume perpetuo.

Las glorias de Cristo aparecen en ambos altares: Cristo en la cruz, en el altar del holocausto; Cristo resucitado y glorificado, en el altar del incienso. Aquí abajo Él estuvo por nosotros en el lugar de muerte y juicio, y satisfizo nuestra profunda necesidad como pecadores. Allí arriba Él vive por nosotros todavía en la presencia de Dios, supliendo toda nuestra necesidad como sus santos y adoradores. Por su sacrificio fuimos redimidos, perdonadas, aceptados y hechos cercanos a Dios; por su intercesión somos mantenidos en comunión. Es Cristo al comienzo, Cristo en el camino y Cristo para siempre jamás.

Acerquémonos, pues, para contemplar este altar de oro con su corona.

¡Ven, levántate, mi alma! Pon tu mira en Jesús; Ve sentado en la gloria al que padeció la cruz.

Era madera de acacia y oro. Esta madera tipifica su perfecta humanidad; el oro, su gloria divina como el Hijo de Dios. No había oro afuera. Cuando el Señor estaba aquí, era tan realmente el Dios-hombre como lo es ahora en los cielos, pero el oro estaba escondido de los ojos de los hombres. Pasó por la tierra en humillación, no en gloria. Aunque era entonces como ahora “el Dios Fuerte”, apareció entre los hombres en “forma de siervo” y “semejante a los hombres”. Más allá arriba donde ahora está el Glorificado, el oro se ve en todo su brillo, y no hay velo para esconderlo.

Pero Él es el Hombre Cristo Jesús tanto ahora como era cuando la virgen tenía al niñito en sus brazos y lo apretó en su seno. Se compadece tanto ahora como cuando lloró ante el sepulcro de Lázaro, y desea que le conozcamos y que nos gocemos en Él como el que alivia nuestras penas. Está tan ocupado con nosotros ahora en medio de toda su gloria como cuando en su angustia nos amó hasta la sangre. Su amor nunca puede enfriarse, porque es como Él mismo: “El mismo ayer, y hoy, y por los siglos”.

¡Oh qué consuelo para el alma conocerle allí como “el altar de oro que estaba delante del trono”, Apocalipsis 8:3: el que vive para siempre para interceder por su pueblo abatido y cansado! Hebreos 7:25; Romanos 8:34. Mire arriba al cielo, hermano oprimido y cargado, y vea al Dios Fuerte ocupado en llevarlo a un buen fin. El dolor más agudo que siente afecta su corazón; la angustia más profunda que soporta es íntimamente conocida por aquel que era el Varón de Dolores. Él mismo pisó esa senda y se encontró con todas las formas de sufrimiento que era posible que los santos encontraran, y así su simpatía es la del Hombre perfecto y su poder el del Dios Fuerte. Puede compadecerse de nuestras debilidades porque es Hombre; puede socorrer a los que son tentados porque es Dios.

Tenía una corona de oro. “Vemos a Jesús coronado de gloria y de honra”, Hebreos 2:9. No habla corona alrededor del altar fuera de la puerta: nada sino sangre y cenizas allí. Esto nos recuerda el Calvario. No hubo diadema de gloria en las sienes del Santo Crucificado allí; solamente la corona enredada de espinas, cuyos rubíes eran las gotas de sangre, joyas de valor inapreciable al corazón del creyente. Mas en aquellas mismas sienes, donde manos malvadas entretejieron una corona de espinas, la mano de Dios ha puesto una corona de gloria y honra. Sus aflicciones han pasado; sus glorias tienen que seguir. Los santos de Dios ya reconocen su dominio y le rinden obediencia; de aquí a poco, cuando venga a reclamar el reino y a deponer al falso, el Anticristo que reinará sobre los reyes de la tierra, las muchas diademas serán todas suyas, y todo linaje y lengua y pueblo se unirá para cantar:

Coronadle, coronadle, coronadle Rey de reyes; Homenaje tributadle, tributad al Salvador, 
Es una burla en este siglo de su rechazamiento invitar a todo pueblo que mora en la tierra a cantar al Señor con voz alegre cuando la mayoría son hijos del diablo y enemigos de Dios. El mundo repudia su nombre y rechaza desdeñosamente su autoridad. Aquellos a quienes Él ganó para sí, sacándolos del dominio de Satanás, y “los hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre”, Apocalipsis 1:6. Éstos, y sólo éstos, pueden verdaderamente adorar a Dios con voz alegre.

“Aarón quemará incienso aromático sobre él cada mañana”, Éxodo 30:7. “Ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza”, Hebreos 13:15, “Cada día te bendeciré y alabaré tu nombre eternamente y para siempre”, Salmo 145:2. “Bienaventurados los que habitan en tu casa: perpetuamente te alabarán”, Salmo 84:4.

Cristo es el altar, los creyentes son sacerdotes, y el cielo es el lugar de la adoración. El lugar terrenal de Dios para la adoración era primeramente el tabernáculo y después el Templo, pero desde la cruz de Cristo no ha habido ningún lugar terrenal de adoración. Nuestro altar de oro está en el cielo y allí por fe pasamos en espíritu y adoramos a Dios por medio de Él. El cuerpo puede estar en un solitario lecho o en una prisión, como lo estaban Pablo y Silas en Macedonia en la cárcel de más adentro. Mas barras carcelarias no impiden el vuelo ni roban la libertad del alma.

Sus espíritus estaban alrededor del altar de oro dentro del templo celestial y a media noche, orando, cantaban himnos a Dios. No sólo el primer día de la semana, cuando con los discípulos nos con-gregamos alrededor de la persona de Emanuel, mas en todo tiempo y en todo lugar es el privilegio del creyente estar en una condición adorante de alma. “De ti será siempre mi alabanza”, Salmo 71:6. “Dando siempre gracias por todo”, Efesios 5:20.

Queridos hermanos, ¿es ésta nuestra ocupación diaria? ¿Es ésta la atmósfera que respiramos estando en el camino, de viaje y en nuestro trabajo cotidiano? Si fuera así, no veríamos ningún santo descontento y quejoso, ningún hermano quisquilloso o rencilloso. ¡Ah, no! Cuando los hermanos riñen por el camino es porque algunos de ellos han dejado el lugar donde los espíritus se funden, y una vez fuera del calor del amor del Señor los santos son capaces de hacer cualquier cosa.

En el principio del Evangelio de Lucas vemos a Zacarías, el sacerdote judaico, al lado del altar del incienso en el templo terrenal, y el pueblo afuera orando; pero en los últimos versículos de ese Evangelio, los santos están juntos para adorar a Aquél a quien habían visto ser llevado al cielo. Los sacerdotes y vestiduras terrenales, los altares y templos terrenales, se conforman al mundo. Este necesita una religión que se acomode a sus sentidos: que no requiera vida espiritual ni la energía del Espíritu Santo; pero no entendemos cómo es que los santos vivientes y celestiales van a buscar al Cristo vivo entre estas formas muertas.

El incienso era un perfume santo, compuesto de cuatro especias, preparadas según el mandato de Jehová. Ningún otro debía ser hecho según su composición bajo pena de que aquel que hiciera otro semejante seria cortado del pueblo de Jehová. Son palabras solemnes para el día de hoy cuando la licencia bajo el nombre de libertad profana las cosas sagradas de Dios. El incienso es figura de aquella santa fragancia de los caminos y el carácter del Señor Jesús que ascendió, y siempre lo hará, al Padre.

Cuando traemos nuestras alabanzas a Dios, que sean de Él, su persona, su carácter, su dignidad. Estas son las especias de las cuales no debe hacerse ninguna imitación. No se permite ninguna adoración a los santos, muertos o vivos; ninguna oración o alabanza a la Virgen o a los apóstoles, ni nada de nosotros ni de nuestras cualidades o actos. “Digno es el Cordero” es la canción del cielo: que sea la nuestra también. Qué farsa es toda la música de instrumentos usada en lo que se llama el culto de Dios. Qué abominable a Él es la canción de la orquesta más talentosa compuesta de inconversos. Un puñado de sus santos comprados por sangre, congregados en algún rinconcito, hablando de la dignidad de Cristo al oído abierto del Padre, con corazones ardientes, es un incienso de olor grato va Él. A los tales Dios en misericordia se inclina para escuchar el gemido más débil.

El fuego era sacado del altar de sacrificio. Ningún incienso extraño, ningún fuego extraño fue permitido. El fuego que se habla alimentado de la víctima tenía que arder en el altar del incienso, y la sangre del sacrificio debía manchar sus cuernos. Así en nuestra adoración debemos siempre tener el Calvario delante de la vista. “Un Cordero como inmolado” en medio del trono guardará el Calvario siempre delante de los santos glorificados. Sólo podemos adorar a Dios a medida que vivamos al lado de la cruz.

Nadab y Abiú ofrecieron fuego extraño y murieron delante de Jehová, Levítico 10:1. Eran sacerdotes legítimos y tenían perfume auténtico, pero usaron fuego extraño, no el fuego del altar que venía del cielo, Levítico 9:24. El único poder para la adoración es el Espíritu Santo: todo lo demás es fuego prohibido. Las expresiones “aleluya”, “alabad al Señor”, y otras similares que miles de personas repiten tantas veces cada domingo, así como el “Gloria sea al Padre y al Hijo”, si no son el fruto de la operación del Espíritu en el alma, no son más que arrogantes palabras de vanidad.

La religión sentimental es común. Están en franco aumento una familiaridad profana en las cosas de Dios y una falta de reverencia en la manera de dirigirse a Él. “Amado Jesús”, “precioso Jesús”, son expresiones muchas veces pronunciadas con liviandad por personas que profesan ser cristianos. Pero cuando Esteban, lleno del Espíritu Santo, puso los ojos en aquel Ser bendito, dijo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. En el camino de Damasco, cuando Saulo de Tarso vio su gloria y oyó su voz, dijo: “Señor, ¿qué quieres que haga?”

Que nuestras almas sean guardadas en su temor, dándole a Él reverencia, escondidas en su pabellón, adorando en su presencia. Pronto nos encorvaremos en cuerpos redimidos en presencia del trono de Dios y del Cordero para alabarle para siempre.

14 La mesa y el pan

El próximo mueble del Lugar Santo es la mesa de la proposición con sus doce panes.

Era de madera de acacia revestida de oro, con una cornisa de oro alrededor. Había una moldura del ancho de un palmo menor y después otra cornisa de oro alrededor. Doce panes cocidos de flor de harina y cubiertos de incienso puro estaban en dos hileras sobre la mesa dentro de la segunda cornisa. Al fin de cada semana eran sacados por el sacerdote, siendo reemplazados por doce panes nuevos, y los sacerdotes recibieron los primeros como su comida. La mesa estaba dentro del Lugar Santo al lado norte, enfrente del candelero de oro.

Busquemos en el temor de Dios recoger la verdad preciosa que el Espíritu presenta a nuestras almas en esta figura expresiva. La mesa con su pan exhibe un doble aspecto de la verdad: tiene un lado hacia Dios y otro hacia el hombre.

Primero, estaba delante de Jehová, sosteniendo y como presentándole a Él el pan santo; luego, era el lugar donde el sacerdocio serbia y encontraba su alimento. La mesa en sí representa el Cristo Resucitado: Cristo como el Dios-hombre glorificado en los cielos, apareciendo ahora en la presencia de Dios. Pero no solamente había una mesa; también habla pan, un pan para cada tribu en el campo de Israel. Las doce tribus estaban representadas allí en toda su perfección y unidad, la pequeña tanto como la grande. La real Judá, el sacerdotal Leví y el pequeño Benjamín, cada uno tenía su pan representativo allí todo cubierto del incienso puro y fragante.

Cuando el ojo de Jehová descansaba sobre aquella mesa santa, descansaba también sobre su pueblo. Ni uno de ellos fue olvidado, porque el pan debía estar continuamente delante de Jehová. La palabra traducida “pan de la proposición” significa “el pan de la presencia” o “el pan de los rostros”. Estaba siempre en la presencia de Jehová y continuamente delante de su rostro. Su ojo santo siempre lo miraba, participando, como si fuera, de Él con satisfacción.

Queridos amigos, ¡con qué gozo sin límite el ojo del Padre ahora contempla a aquel Hombre glorificado en los cielos! ¿Puede el corazón humano concebir, o la lengua de ángel expresar, con qué delicia inefable su ojo en este momento descansa sobre su Hijo glorificado? No podemos medir la extensión del amor con que el Padre ama al Hijo; mientras más sea la que fuere la medida de aquel amor, nosotros compartimos de Él. Somos amados, bendecidos y aceptos en el Amado. Toda la compañía de los santos está completa en Él. Están continuamente delante del rostro del Padre, presentados y cubiertos del incienso fragante del nombre sin par y de la obra perfecta del Hijo, y tienen el privilegio filial de poder cantar con corazón, alma y voz:

Tan querido delante de Dios, más querido no puedo ser; el amor con que ama al Hijo, tal para mí es su amor.

La cornisa de oro alrededor del pan lo guardaba en su lugar e impedía que cayera cuando los levitas llevaban la mesa por el desierto. Cristo no solamente nos trae a este lugar de proximidad y bendición, sino que nos guarda allí. Sin duda nuestros pasos torpes aquí pronto nos harían perder todo si Él no hubiese tomado a su cargo guardar las bendiciones para nosotros y guardarnos a nosotros para ellas.

La cornisa de oro rodeaba todos los panes, sujetándolos como si fuera en la mesa. Nosotros estamos cercados por amor eternal, omnipotente y divino: amor que no tuvo principio y nunca tendrá fin.

Pero hay otro aspecto de la mesa y el pan sobre el cual sería provechoso meditar un poco.

Jehová proveyó esta mesa para sus sacerdotes y el “pan de la presencia” vino a ser la comida suya. Se alimentaban de aquel pan santo delante del Señor, teniendo así parte como si fuera en su propia delicia en Él y su propia apreciación de Él. Nosotros somos llamados a participar de su gozo en Cristo y alimentarnos del Pan de Dios. Hemos sido llamados a la comunión del Padre y de su Hijo, y es nuestro privilegio gozar de aquella comunión de día en día. La comunión con Dios es lo que tenemos expresado aquí en figura. El sacerdote fue llamado para ser participante con su Dios, y esto es comunión. Había adoración en el altar y comunión en la mesa. En el altar el sacerdote era un dador, pero en la mesa era un dador y recibidor. Cada sábado venía con pan fresco para presentar delante de Jehová, y cada sábado recibía, como si fuera de la mano de Jehová, el pan de Dios para comer. Lo primero expresa nuestra presentación de Cristo a Dios cuando nos acercamos para adorar; lo segundo muestra su presentación de Cristo a nosotros como el Pan del cual nuestras almas pueden alimentarse.

El sacerdocio tenía su porción en las ofrendas de Jehová, y de éstas podían alimentarse individualmente, y en otras oportunidades y lugares. Pero el sacerdocio alimentándose del pan de la proposición en la mesa dentro del Lugar Santo parecería señalar a aquella expresión especial de comunión con Dios y entre nosotros de que los creyentes ahora disfrutan al congregarse alrededor de la mesa del Señor en el día del Señor para comer la Cena del Señor. El mismo amor que proveyó una mesa en medio de aquel desierto yermo y reunió a sus sacerdotes alrededor de ella para comer, ha puesto una mesa para nosotros también y nos ha llamado a ella, como a Mefi-boset de la antigüedad, para comer pan como uno de los hijos del rey.

“Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores”. La mesa no es nuestra, sino suya. Él la proveyó, la surte y la ordena, y nosotros somos solamente sus huéspedes. Con un celoso cuidado guarda Él su mesa y seguramente podemos aprenderlo de las palabras que usa para describirla. Era una mesa limpia: el pan sobre ella era santo; estaba dentro del Lugar Santo, y los que la rodeaban, eran un sacerdocio santo, ungido con el aceite de la santa unción y vestido de vestiduras sagradas. Ciertamente, “la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre. Dios es temible en la gran congregación de los santos y Formidable sobre todos cuantos están alrededor de él”, Salmo 93:5, 89:7.

Siempre ha sido obra del enemigo buscar cómo corromper y degradar las cosas santas, y la fuerza de su ataque parece haberse concentrado en todos los siglos sobre la mesa del Señor y la cena del Señor. Siendo el privilegio más sublime en la iglesia aquí, siempre ha sido el objeto de Satanás privarla de ella. Cuanto éxito ha logrado podemos verlo al detenernos a comparar lo que se hace pasar como la cena Señor con lo que está escrito de ella en la Palabra. Apenas puede verse entre las sectas de la cristiandad un último vestigio de la fiesta santa y sencilla instituida por el Señor primeramente celebrada por sus discípulos en el aposento alto. La misa del romanismo y el sacramento del protestantismo son ambos igualmente una caricatura de la verdadera fiesta. Por sus formas y sus ceremonias virtualmente han puesto a un lado la Cena del Sabor y han negado al Señor el derecho de gobernar su mesa. Pero el diseño todavía este en el Libro para los que tengan voluntad de seguirlo.

Quiero llamar la atención a dos o tres puntos en relación con aquellos que fueron convidados a esta mesa del pan de la proposición. Primeramente se nos dice quienes no debían venir; después quienes debían venir y, por último, cuántas veces debían venir. Llama la atención que el Señor haya puesto mucho cuidado para decirles todo al respecto. No se les dejó nada a ellos que suplir o arreglar.

Así, pues, primeramente: ¿quiénes no debían comer? “Ningún extraño comerá cosa sagrada; el huésped del sacerdote y el jornalero no comerán cosa sagrada”, Levítico 22:10. Aquí hay tres clases a las cuales les fue prohibido participar de la comida del sacerdocio. Representan tres clases de inconversos. “Ningún extraño”. Esta es una de las descripciones dadas del hombre en su estado natural; Efesios 2:11. “El huésped del sacerdote”. Podía haber venido un amigo íntimo para quedarse con él por un tiempo; pero llegado el sábado, era obligatorio decirle que no podía entrar en el Lugar Santo ni comer las cosas santas. La naturaleza humana se retraería de esto.

¿Qué más natural que llevar a su amigo consigo? ¡Tal vez le haría bien y le enseñaría a reverenciar al Dios de Israel! Pero los razonamientos humanos están invariablemente opuestos a la Escritura, y cuando se deja que aquellos la substituyan, el resultado es apostasía. Esto se hace mucho en el día de hoy. Los hijos de padres creyentes cuando llegan a cierta edad, y sus familiares y amigos cuando llegan de visita, muchas veces son llevados a la cena del Señor indiferentemente, sin preguntar si han “nacido otra vez” o no. Es mucho más fácil para la carne llevarlos allí que decirles francamente que deben tomar su lugar con los de “afuera” hasta que se manifieste a todos que son verdaderamente convertidos.

Queridos amigos, ¿tenemos este asunto perfectamente aclarado y arreglado delante de Dios? Tengamos cuidado, no sea que con el pretexto de una falsa benevolencia estemos trayendo el moabita a la congregación del Señor. Es fácil llegar a creer que un hijo o pariente es convertido, especialmente si nuestro discernimiento es escaso, y si tenemos el firme propó-sito de tenerlos allí entre los santos. Es mejor en todos estos casos dejarlo al discernimiento de otros. No dejen que la miel de la naturaleza humana impida tratar con fidelidad y examinar con cuidado a aquellos que buscan un puesto a la mesa del Señor.

“El jornalero no comerá cosa sagrada”. Un hombre que trabaja para la salvación no ha de estar allí, aunque muchos sí van, porque se les dice que es “un medio de gracia” y que en el sacramento Cristo nos comunica los beneficios de la redención. Tal es la anarquía del hombre, que lleva a la completa subversión del orden de Dios. Pero otros también fueron excluidos.

“Cualquier varón de la descendencia de Aarón que fuere leproso, o padeciere flujo, no comerá de las cosas sagradas hasta que esté limpio”, Levítico 22:4. No se ponía en duda aquí que fuese sacerdote. Ese punto ya estaba arreglado; mas por causa de la contaminación por el presente quedaba por ese entonces inhabilitado para gozar de los privilegios del sacerdocio. Bien; ésta es una cosa muy solemne. Un verdadero creyente puede mancharse con la lepra de maldad tolerada y abrigada, sea doctrinal o moral, de modo que se haga inapto para tener comunión con un Dios santo, o estar en comunión con los santos.

Tal fue el caso con algunos en Corinto. Uno estaba tolerando y practicando el pecado hasta que fue necesario excomulgarlo, y les fue dicho a los santos que se le quitara. El pecado es contagioso, y si a uno contaminado le es permitido entrar y salir como siempre, la enfermedad se esparcirá rápidamente. No es cuestión de que el tal cese de ser cristiano, pues puede ser restaurado a Dios y a su pueblo. Pero por ahora es inmundo, y debe ser tratado como tal. Cómo todo esto lo niegan y lo ponen a un lado aquellos que insisten que porque la mesa es del Señor, todo su pueblo puede venir a ella. ¡Extraña conclusión de tan solemnes premisas! Ciertamente una deducción más digna sería que, siendo la mesa del Señor, Él tiene que regirla, y su voluntad debe ser hecha y su autoridad reconocida por los que se congregan alrededor de ella.

Hay aun otro extremo del cual debemos guardarnos al buscar de poner por obra la voluntad del Señor, y es excluir a cualquiera que Dios ha convidado a venir. Aquí viene un sacerdote cojo, y todavía otro que es ciego. Ahora, ¿qué debe hacerse con ellos? Uno no ve claramente y el otro no puede andar bien o guardar paso con los que pueden. Sería muy natural para nosotros decir que por tener tales defectos no deberían compartir la comunión de los hermanos; pero Jehová dice: “Del pan de su Dios, de lo muy santo y de las cosas santificadas, podrá comer”, Levítico 21:22.

Hay diferencia entre la cojera y la lepra, y el Señor quiere que nos fijemos en ella. Un creyente puede carecer de luz en muchas cosas y sin embargó no estar contaminado. Uno tal vez no pueda llevar el mismo paso con otros, pero no por ello ser inapto para tener comunión con Dios. Los tales tienen un lugar en la iglesia de Dios y a la mesa. A uno que es débil en la fe se nos manda recibirle, Romanos 14:1, y después sostenerle, 1 Tesalonicenses 5:14. Las iglesias de Dios deberían ser a los débiles y flacos lo que el mesón fue para el herido que fue encontrado en el camino de Jericó. Hay muchos de los amados santos de Dios que son cojos, no tanto por su propia culpa como por culpa de aquellos a cuyo cuidado estaban durante su infancia espiritual. Leemos de un Mefi-boset que era lisiado toda su vida por causa del descuido de una nodriza que le dejó caer cuando era pequeño. Pero él se sentó a la mesa del rey como uno de sus hijos. Que el Señor conserve el equilibrio de su verdad en nuestras almas, y nos ayude a discernir entre la flaqueza y la contaminación.

Cada sábado era el tiempo señalado para que el sacerdocio se congregara a la mesa. El primer día de cada semana los discípulos del Señor solían juntarse para partir el pan y beber el vino, Hechos 20:7. Había “el día del Señor” y “la cena del Señor”, Apocalipsis 1:10, 1 Corintios 11:20; o, como se puede leer, “el día señorial” y “la cena señorial”, el día para la cena y la cena para el día, ambos distinguidos por una palabra que no aparece en otra parte del Nuevo Testamento.

Se ve claramente, además del relato dado, que las iglesias primitivas se congregaban para partir el pan y beber el vino el primer día de cada semana. No tenían “días de ordenanza” o “domingos de comunión”. Cada día de resurrección era testigo de que la compañía se congregaba para la fiesta, y así debe ser con nosotros hoy día. Los tiempos han cambiado, y también las costumbres de los hombres, pero la palabra del Señor es firme y constante para siempre. Amados, prendámonos de ella fuertemente, buscando cumplirla en el temor del Señor.

15 El candelero de oro

El tercero y último vaso del Lugar Santo era el candelero de oro. Era de oro puro que consistía en un pie, una caña central y seis brazos que salían de ella, tres de cada lado. Al extremo de cada uno de los seis brazos y de la caña había una lamparilla de oro que contenía aceite puro de oliva, y éstas debían mantenerse para que ardieran continuamente y dieran luz en el Lugar Santo. Era el único medio de obtener luz, y en esa luz el sacerdote servía y adoraba a Jehová. Estaba al lado sur del Lugar Santo, enfrente de la mesa del pan de la proposición.

Hay verdades profundas y preciosas prefiguradas en este candelero de oro, en las cuales nuestras almas pueden meditar con gozo y bendición. Cristo personalmente es y siempre era “la Vida” y “la Luz”. La vida y la luz divinas tienen su fuente y manifestación en su bendita persona. Él, y Él sólo, es el Dador de vida y luz, y ha dado ambas a sus santos. Están en posesión de su vida y son “hijos de luz”, y es por medio de ellos que Él se manifiesta a y se muestra a sí mismo. El candelero parece señalar hacia aquella unidad profunda y misteriosa que hay entre la Cabeza y los miembros del nuevo Hombre, expresivamente llamado “el Cristo” según se lee el griego en 1 Corintios 12:12.

No hay dimensiones dadas para este mueble, pero debía ser labrado a martillo de un talento de oro. Era de oro puro; no había oropel ni aleación. Esto marca el carácter divino de la verdad encerrada en la figura. Nos recuerda la Iglesia como formada y creada a su imagen, hechura de Dios.

Fue labrado a martillo. Los martillazos son emblema de dolor y sufrimiento. Esto indica los padecimientos de la cruz como el lugar de nacimiento de la Iglesia. Los varios brazos de este candelero de oro, con sus flores y copas, fueron formados a golpe de martillo. Todos quedaban escondidos, como si fuera, en aquel talento cuando aún no labrado, pero a medida que el martillo caía sobre él, dirigido por una mano diestra, se producía brazo tras brazo hasta que la obra quedó una sola pieza maciza de oro labrado, y vista como tal al ojo del artífice.

Fue así que se formó la Iglesia. El sueño que Jehová Dios hizo caer sobre el primer Adán, mientras formaba de su costado la “varona” que iba a ser su compañera; el grano de trigo cayendo en tierra para morir y llevar mucho fruto; y la elaboración a golpe del candelero de oro ¾ todos son figuras de los grandes y amargos sufrimiento de la cruz a los cuales la Iglesia, como cuerpo y esposa de Cristo, debe su existencia. El talento de oro era siempre valioso y precioso en sí, pero sin ser trabajado a martillazos no era candelero de oro. Si no hubiese sido por la molienda y muerte del Hijo de Dios, el Postrer Adán, no existirá Iglesia alguna, ni una segunda Eva que sería cuerpo y esposa suya.

El candelero era de tres elementos; el pie, los seis brazos y la caña. El pie era la base de todo. De él salían los brazos laterales, así como la caña vertical en el centro. La misma palabra traducida pie se expresa como muslo en Génesis 24:2, y lomos en Génesis 46:26. Como los hijos vinieron de los lomos de Jacob, así vinieron los brazos de este pie. Les dio su ser. Salieron de él, teniendo, como si fuera, la vida, la naturaleza y la hermosura del pie como suyas propias. Así sale de Cristo la Iglesia. Posee su vida y está adornada con su hermosura. “El que santifica y los que son santificados de uno son todos;” así como los brazos eran del mismo oro como el pie del cual salían: “Por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos”, Hebreos 2:11.

¡Maravillosa dignidad! Él es el Hijo de Dios; ellos son sus hermanos. Él es el Primogénito de los muertos; ellos son hijos de Dios. Su Padre es el Padre de ellos; su Dios el Dios de ellos. Cristo es la Cabeza de la iglesia; la iglesia es la plenitud de Cristo. Ella es llamada a ser coheredera con Él; es la Eva del Postrer Adán; está vivificada, levantada y sentada juntamente con Él, participante de su vida, poseída de su Espíritu y próxima a participar de su gloria.

Los seis brazos salían del pie, tres de cada lado. No estaban artificialmente sujetados a él, sino que procedían de él. Tal es la unión de Cristo y sus miembros. Él compara a un cuerpo de muchos miembros, todos con la misma vida fundidos por un lazo común a la Cabeza viviente. Como Eva fue sacada del costado de Adán, poseía la vida de él y era su contraparte, así en maravillosa gracia la Iglesia ha sido formada de su Señor y para Él. La misma vida que está en la Cabeza está en el miembro más débil, y ninguno de estos miembros puede jamás ser cortado de Él, ni perecer.

No veo cómo puede alguno creer la Biblia y sostener lo que se conoce como la doctrina de la posibilidad de perderse. En ese evangelio no hay unión vital con Cristo. Percibe al creyente como unido artificialmente a Él y expuesto a no poder seguir asiéndose de Él y caer al infierno en cualquier momento. Esta enseñanza roba a Cristo su gloria y al creyente su paz. Para probar que un creyente puede perecer por fin su fuerza se apelan a textos que tratan de la milicia, como se expresa en 1 Corintios 9:27, o la fructificación, como en Juan 15:6. Pero sabemos de tales escrituras como 1 Corintios 6:17, Efesios 5:30 y Romanos 7:4 que el creyente está eternamente unido al Cristo resucitado y que nunca puede ser separado de Él. Romanos 8:35-39 y Juan 10:28 enseñan esta verdad. Estas escrituras no pueden ser anuladas, ni pueden contradecirse.

En cada uno de los seis brazos había copas formadas de una manzana y una flor de oro. La copa como flor de almendro o cáliz nos recuerda la resurrección. El almendro es el primer árbol que brota en la primavera. Es el primero que se despierta como en resurrección, después del triste invierno. La vara de Aarón puesta delante de Jehová durante la noche, por la mañana había reverdecido, y echado flores, y arrojado renuevos y producido almendras, Números 17:8.

Cuán dulcemente estos emblemas nos recuerdan la resurrección de la Iglesia con Él. En la sombra oscura de su cruz y frente del portón aun más oscura de la tumba, las mujeres solitarias velaban y lloraban. Parecía que el invierno había empezado sin esperanza que habría primavera para ellas. Pero a la madrugada de la resurrección se vio abrir el capullo, y aquel Resucitado apareció, haciendo un lazo entre sí mismo y ellas al decir: “Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”, Juan 20:17.

El grano de trigo había muerto, para vivir en la fecundidad de la resurrección. La vara puesta en muerte delante de Jehová había llevado su fruto en aquella mañana de resurrección. Como los brazos que salían del cáliz en forma de flor de almendro, y como las almendras que estaban en la vara del sacerdote escogido de Jehová, la iglesia es el fruto de la muerte y resurrección de Cristo, y está levantada y sentada y bendecida juntamente con Él. Extrayendo nuestra savia de Él, como los pám-panos de la vid, producimos los frutos de justicia, y la vida de Jesús se manifiesta en nuestra carne mortal, 2 Corintios 4:11.

El tronco del centro se llamaba su caña, Éxodo 37:17, donde la palabra está en el singular, distinguiéndola de los seis brazos. Su lugar en el medio, con su preeminencia y hermosura, nos recuerda la verdad de que aunque Cristo ha ligado a sus santos consigo y los llama hermanos, sin embargo en todas las cosas Él tiene la preeminencia. Él es la Cabeza, el Señalado entre diez mil, el Hermoso más que los hijos de los hombres, el todo Codiciable. Puede llamar a los objetos de su gracia por el nombre cariñoso de hermanos, pero ellos le llaman a Él su Señor, y reconocen su lugar en medio, como el Centro y la Fuente de todo.

Las lámparas fueron llenadas de aceite puro de olivas. El aceite es figura del Espíritu Santo, y la lámpara llena de aquél puede indicar la plenitud del Espíritu que los creyentes ya poseen, y del cual es un privilegio y deber gozarse diariamente, Efesios 5:18.

Las muchas lámparas daban una sola luz, Éxodo 25:37, y su principal utilidad era para brillar sobre la parte delantera del candelero, desplegando sus hermosuras. Los santos llenos del Espíritu no se exhiben a sí mismos, ni hablan de su propia belleza. Dan testimonio a la dignidad de Jesús. Esteban, lleno del Espíritu Santo, puso los ojos en el cielo y dijo: “Veo al Hijo del Hombre”. Pedro, lleno del Espíritu, testificó de Cristo muerto y resucitado; y cuando la Iglesia esté completa y glorificada con Cristo en el cielo, será todavía el vaso en el cual y por el cual Cristo será revelado. Un creyente lleno del Espíritu tendrá el ojo dirigido arriba hacia Cristo, y no abajo o hacia sí mismo. Hablará de Cristo y no de su propia perfección ni santidad. Cuando Moisés bajó del monte, la gloria de Dios resplandecía en su rostro, y todos la vieron y la reconocieron, aunque él no lo sabía. Así el candelero dé oro estaba delante de Jehová, derramando su luz de continuo, y así la iglesia, cómo el cuerpo y la esposa de Cristo, estará en unión maravillosa, hermosura divina y luz inmarcesible delante de la faz de Dios para siempre.

Pero hay otro aspecto en el cual se puede ver este candelero de oro. Tiene un lugar que llenar en la tierra, en medio de la oscuridad de la noche. Cuando Juan, el amado discípulo que se había recostado en el seno de Emanuel en la cena, estaba en la solitaria isla de Patmos, fue llamado para ver siete candeleros de oro. No estaban en los cielos, sino esparcidos por Asia Menor como testigos para Dios en un mundo oscuro y culpable. Eran portadores de la luz divina aquí entre los hombres, y el Señor Jesús, vestido de ropa sacerdotal, fue visto, moviéndose en medio de ellos, constantemente vigilándolos, cuidándolos y alabándolos o reprendiéndolos según su necesidad. Como el amado discípulo mismo, la Iglesia tiene un lugar doble que llenar: allí arriba en el seno del Señor; aquí abajo en un mundo frío y malo. La Iglesia, cual cuerpo de Cristo, es divinamente perfecta y está divinamente unida; nunca puede ser manchada ni dividida.

“Las iglesias de Dios” en la tierra son capaces de fracasar y pueden recibir o alabanza o reprensión de aquel que anda entre ellas. Como Aarón preparaba las lámparas, vertiendo el aceite y usando las despabiladeras y los platillos, así Cristo, al andar en medio de estas iglesias, tenía palabras de gracia y animación para algunas y de amonestación y reprensión para otras. La preparación de la mecha, el uso de las despabiladeras y los platillos, es tan necesario como la provisión de nuevo aceite para tener una luz clara y brillante, y el Señor sabe en qué proporciones debe dar el ministerio de gracia y la palabra de fiel reprensión. En algunas de las asambleas había poco que corregir, y en otras poco que aprobar. Pero mientras eran suyos, Él ordenaba y alimentaba las lámparas según necesitaban.

Ojalá las iglesias de Dios y los santos individualmente tengan el oído dispuesto para oir su voz, sea que hable en reprensión o en animación. Así continuarán como portadores de su luz en la tierra. Cada candelero estaba sobre su propia base y tenía su propia y separada existencia. No había ninguna confederación humana de iglesias o sede terrenal de gobierno. Cada iglesia era responsable a Cristo solo. Pero a aquel que está en medio de cada distinta asamblea y junta alrededor de sí a todos los que están en ella, aquí le vemos andando en medio de las siete asambleas, uniéndolas a todas. Todas fueron vigiladas por el Ojo que todo lo ve; y aderezadas por la misma Mano Omnipotente. Mientras las iglesias quedaban fieles a Él, o tenían oído para oír su voz, Él mismo las gobernaba. Mas cuando cesaron de oir su voz y de arrepentirse de sus pecados, dejó de reconocerlas como suyas, y quitó su candelero de su lugar, Apocalipsis 2:5. El sólo puede hacer esto. No es obra de hombre.

Esto coloca a las iglesias de Dios en una posición profundamente solemne como sus testigos y portadores de luz aquí en la tierra. Si la condición espiritual de los individuos que componen estas igle-sias es buena delante de Dios, y si los santos viven en comunión con Él, cada uno sujeto a Cristo como Señor y a su palabra, poco temor habrá de que el candelero no dé una luz clara y brillante. La verdad de Dios será sostenida. El nombre de Cristo será honrado. Su evangelio será proclamado y pecadores serán salvados. Su palabra será anunciada y enseñada, y si llegara a surgir lo malo, será tratado en el temor de Dios. Dichosa la iglesia y el creyente que así mora en su amor y es vigilado por su ojo, alimentado y aderezado por su mano, y levantándose como lumbrera en medio de la noche más oscura de la tierra, esperando la madrugada de la mañana de resurrección.

16 El velo

El velo dividía entre el Santísimo, la cámara de la inmediata presencia de Jehová, y el Lugar Santo, el lugar de adoración y servicio sacerdotal.

Era una cortina de azul, púrpura, carmesí y lino fino, con querubines. Estaba sostenida por cuatro columnas de madera de acacia, fundadas sobre basas de plata, con sus ganchos colgantes de oro. En tanto que el velo permanecía intacto, el sacerdote estaba excluido de la presencia inmediata de su Dios, y la gloria divina quedaba escondida de su vista. Solamente una vez al año al sumo sacerdote le fue permitido entrar, y eso únicamente con la sangre de expiación en la mano, y su persona envuelta en una nube de santo incienso.

El Santo Espíritu ha interpretado esta figura para nosotros en sus propias palabras, como aparecen en Hebreos 10:20. Allí leemos: “El velo, esto es, de su carne”. Este velo, pues, prefiguraba la humanidad del Señor Jesús. “Dios fue manifestado en carne”, 1 Timoteo 3:16. “Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”, Juan 1:14.

Qué misterio de gracia se nos presenta aquí, en la consideración del cual debemos proceder con cabezas inclinadas y espíritu reverente, refrenando nuestra imaginación, y siendo guiados por la luz de las Sagradas Escrituras. Él era el Santo en cuanto a su humanidad; sin embargo, tan cerca de nosotros vino que se dice: “Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo”, Hebreos 2:14. Su encarnación era una necesidad para que pudiera morir, y también lo era su perfección para que pudiera morir por nosotros a fin de redimirnos. No había oro entretejido con los colores del velo, como lo había en la textura del efod del sacerdote, porque eso indicaría que su divinidad y humanidad estaban entremezcladas. Pero tal no era el caso. Tuvo sed junto a la fuente de Sicar y hambre en el desierto, y las sintió ambas. Tuvo cansancio en el camino, y descansó y durmió sobre un cabezal en el barco. Grato es saber que tenemos a un Jesús como Él: tan tierno que el niño y el discípulo amado podían recostarse en su seño y sentirse confiados, y al mismo tiempo era el Dios Todopoderoso, Emanuel.

Los ganchos de oro que sostenían el velo pueden hablar de esto, mientras que los querubines tejidos entre el azul, la púrpura y el carmesí pueden indicar la presencia del poder divino que estaba en Él, muchas veces ejercido a favor de otros, pero nunca en beneficio de sí mismo.

Cuatro columnas, cortadas, no coronadas, asentadas sobre basas de plata, sostenían y desplegaban el velo. Hay cuatro Evangelios que dan una divinamente inspirada revelación del santo nacimiento y vida de Cristo, todos terminando con el sacrificio de su vida en la cruz. No necesitamos otra “vida de Cristo” para complementarlos. Han sido escritos muchos, que adolecen de las enfermedades de las opiniones de sus autores, en contradicción a las palabras inspiradas del Espíritu Santo.

Pero el velo en toda su hermosura no daba acceso a la presencia de Dios; más bien cerraba el camino. La encarnación de Cristo, aparte de su muerte, no habría en sí traído al pecador cerca de Dios. Debemos recordar esto, porque muchos que ocupan posiciones de maestros en la iglesia profesante ahora dicen que estamos unidos a Cristo en su encarnación, que Dios es el Padre de todos los hombres, hayan nacido de nuevo o no, y que en consecuencia todos serán salvos. Pero no puede haber ninguna unión con Cristo excepto en la nueva creación, ninguna entrada en la familia de Dios sino por un nuevo y segundo nacimiento, y ningún lugar en el cielo sino sobre la base de la redención. El velo tenía que ser roto antes que el camino a la presencia de Dios fuese abierto, y Cristo tenía que morir antes que los pecadores pudiesen ser hechos cercanos por la sangre, Efesios 2:31.

En el mismo instante de la muerte del santo Cordero de Dios, fuera de la puerta de Jerusalén, el velo dentro del templo se rasgó por medio de alto abajo, y los sepulcros de los santos se abrieron. La primera de estas señales es prenda de acceso a Dios; la segunda, de la destrucción de la muerte. Ambas son frutos de la muerte de Cristo. ¡Bendito sea Dios, que ya no hay barrera! El atrio de adentro y el de afuera están ambos abiertos a los santos de Dios, las bendiciones espirituales en lugares celestiales han sido en su totalidad hechas suyas por gracia, los santos se acercan para orar y alabar, y dentro del círculo interior en la plenitud de divina luz y amor cantan:

Rasgose el velo, ya no más distancia mediará. Al trono mismo de su Dios el alma llegará.

17 El arca y el propiciatorio

El único vaso dentro del Santísimo era el arca con su propiciatorio. La descripción del mismo está en Éxodo 25:10-12. Era un cajón o cofre, hecho de madera de acacia, estaba revestido por dentro y por fuera de oro puro. Tenía una cornisa o franja de oro alrededor arriba, un anillo de oro en cada una de sus cuatro esquinas, y dos varas de acacia cubiertas de oro mediante las cuales podía ser llevada por el desierto. Dentro de esta arca estaban las dos tablas de la ley, y más adelante en las Escrituras encontramos depositadas en ella la urna de oro con el maná y la vara de Aarón que reverdeció.

Aquí, como en otras partes, vemos al Dios-hombre en el oro y la madera de acacia. Las tablas enteras dentro del arca nos recuerdan la obediencia perfecta de Cristo. En seguida se nos recuerdan las palabras, ciertas tan sólo de Aquél del cual el arca es figura: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón”, Salmo 40:8.

Allí, y allí sólo, la voluntad de Dios tenía su morada. De Él, y de Él sólo, se puede decir que amaba al Señor su Dios de todo su corazón, y alma, y fuerza y entendimiento, y que lo hacía continua y constantemente. Las primeras dos tablas fueron quebradas al pie del monte por Moisés cuando vio al pueblo adorando el becerro de oro. ¡De qué utilidad podía haber sido tal ley a ellos! Su primer mandamiento demandaba lealtad completa a Dios; su segundo prohibía el hacer imágenes o esculturas para inclinarse delante de ellas; y su tercero prohibía tomar el nombre de Dios en vano.

Mientras Moisés venía de Dios al pueblo con estos mandamientos, ¿qué estaban haciendo? Se habían esculpido una imagen, y hacían homenaje delante de ella, declarándola ser el Dios que los había redimido. Tal era la recepción dada por el hombre a la santísima ley de Dios, y tal es la manera en que el hombre la trata todavía. Su corazón rebelde está enajenado de Dios: no está sujeto a su ley, ni puede estarlo. Las tablas están quebradas, y con el hombre caído nunca pueden ser renovadas.

¡Cuán insensato, pues, es que el hombre piense que por observar fragmentos cae una ley violada pueda satisfacer a Dios o justificarse! Pero cuántos hay que van en ese camino en la esperanza de alcanzar el reino de Dios, y cuán celosamente se adhieren a formas exteriores y mezclan la ley y la gracia. Qué extraño debe sonar en el cielo escuchar a congregaciones domingo tras domingo cantando y repitiendo a una voz palabras como: “Inclina nuestros corazones a guardar tu ley” y luego “Sálvanos por tu gracia”. Mas la salvación no es un conjunto de ley y gracia; de otro modo la gracia ya no sería gracia. El pecador ha quebrado la ley de Dios, y así ha perdido todo derecho a la justicia sobre esa base.

Además, está bajo la maldición de ella, esperando su castigo. Pero hubo Uno, distinto de todos los demás, en cuyo corazón las demandas de Dios tenían su lugar de honor. Él era Jesucristo el Justo. Perfecto en su fidelidad a Dios, de quien nadie podía desviarle, y en su amor hacia los hombres, en Él las demandas de un Dios santo fueron completamente satisfechas y todos sus justos requeri-mientos cumplidos.

La cubierta del arca era de oro puro, con querubines de oro en sus extremos, y se llamaba el propiciatorio. Las alas de los querubines echaban su sombra sobre el arca, y sus rostros se miraban el uno al otro hacia el propiciatorio. La palabra para propiciatorio significa “expiar” o “cubrir”, y en el Nuevo Testamento se traduce mediante “propiciación” (Véase Romanos 3:25).

La misericordia de Dios sólo puede conocerse en Cristo, y sobre la base de expiación. Si se la hace llegar a los pecadores, tiene que ser de manera consecuente con la santidad de Dios: y si la gracia ha de tomar su lugar sobre el trono, ella tiene que reinar en justicia. ¿Pero cómo puede ser esto? La única manera posible es sobre la base de la expiación. A esto la cruz de Cristo es la complemente suficiente respuesta. Allí los atributos de Dios aparentemente irreconciliables son armonizados y fundidos en su divina perfección y hermosura. Allí “la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron”, Salmo 85:10. Allí “la misericordia se gloría contra el Juicio”, al decir de una buena traducción.

En el gran día de la expiación, cuando una vez al año Israel se limpiaba del pecado, Aarón el sacerdote, vestido de vestiduras de lino, entraba dentro del velo con la sangre de la expiación. Esta fue esparcida sobre el propiciatorio una vez, y delante de él siete veces. Una vez era suficiente para él ojo de Jehová, pero siete veces, el número perfecto, para el ojo del adorador.

A nosotros es necesario recordarnos a menudo la perfección de la expiación de Cristo, pero en la estimación de Dios es siempre igual. La importancia de este acto no puede ser estimada demasiado.

No era cuestión de algún acto aislado de transgresión; ésa habría sido resuelta en el altar del atrio. Pero el asunto supremo en el día de expiación era: “¿Cómo puede un Dios santo continuar morando en medio de un pueblo pecaminoso, que faltaba a sus obligaciones? ¿Cómo puede su trono ser establecido en justicia en medio de ellos?”

La respuesta se halló en la sangre esparcida. Era allí, sobre el propiciatorio manchado de sangre, donde descansaba la gloria de Jehová, y fue respecto a este lugar que Jehová dijo: “De allí me declararé a ti y hablaré contigo”.

Qué bienaventuranza es para nuestras almas captar aquello que es el cumplimiento de esta figura, tal como lo tenemos en la muerte de Cristo. Es cierto que a menudo cantamos:

Su sangre preciosa está esparcida allí, Delante y sobre el trono,  Mas ¿cuánto hemos realmente aprendido, cada cual por sí, de la satisfacción perfecta de Dios y del descanso profundo y eterno que Él mismo ha hallado en la muerte de su propio Hijo amado? Estimado santo, aquí es donde necesita empezar, si quiere gozar de paz profunda y estable y saber algo de verdadera comunión con Dios. Si no ve a un Dios satisfecho, y aun contento y reposado, la probabilidad

es que el acusador rugirá contra usted, hablándole de sus ofensas pasadas e indignidad presente. Le arrojará del solaz del lugar secreto, donde las alas del Todopoderoso se extienden para protegerle del poder de Satanás.

Pero, mirando aquella sangre preciosa, vemos la respuesta perfecta a todo lo que hemos hecho, y a todo lo que somos. Aprendemos allí que la sangre del Cordero inmolado ha dado satisfacción completa a Dios, y ha cubierto toda nuestra culpa, sin dejar nada sino su propio valor en el lugar. Cuán confiadamente entonces nuestras almas se enfrentan con la furia del tentador, y con qué inteligencia podemos ya cantar:

Oigo rugir al acusador de lo malo que he hecho yo: Bien lo sé, y miles más mis ofensas son, más nada halla Dios.

No sólo nos lleva allí la sangre, mas, bendito sea Dios, nos guarda allí. Si nuestras almas están morando en la luz de Dios, y acostumbrándose a decir: “Examíname, oh Dios”, encontraremos que en nosotros todavía hay mucho que es contrario al círculo de santidad infinita en que estamos. Entonces, ¿cómo vamos a morar en su luz penetrante? Solamente porque la sangre está allí. La sangre nos limpia de todo pecado. Eso no quiere decir que saca de nosotros el pecado. Creer que sí, Dios dice, sería engañarnos a nosotros mismos. Pero mientras andamos allí en la santa presencia de Dios, la sangre habla por nosotros, y, a pesar de todo lo que nos sentimos ser, somos contados limpios por causa de ella. En el propiciatorio manchado de sangre tenemos comunión con Dios. Codicie el gozo de esto, querido cristiano joven. Deseable es más que mucho oro afinado. Le dará fuerza para el viaje hacia el hogar celestial, y allí, en comunión delante del propiciatorio de Dios y del trono de su gracia, tendrá nuevas fuerzas y levantará las alas como águila.

Los querubines miraban hacia el propiciatorio manchado de sangre, asintiendo y admirando. Algunos creen que representan ángeles; otros, santos. Sin duda los ejércitos arriba admiran grandemente la gran obra redentora de Cristo; pero, siendo los querubines totalmente de oro y de la misma pieza que el propiciatorio, pensamos más bien que son símbolos de la majestad divina y del poder de Dios. En la puerta de Edén están relacionados con la espada de justicia para cerrar el camino. Pero aquí, en el propiciatorio, dan la bienvenida al pecador que se acerca. No hay espada ahora. Ella ha traspasado a la Víctima, y los querubines contemplan la sangre. ¡Bendito cambio! Ya no los tenemos más, sino que clamamos: “Yo habitaré en tu tabernáculo para siempre: estaré seguro bajo la cubierta de tus alas”, Salmo 61:4. “Porque has sido mi socorro; y así en la sombra de tus alas me regocijaré”, Salmo 63:7.

Los anillos y las varas hablan del carácter peregrino. Si los santos de Dios andan por el desierto sin habitación fija, Él estará con ellos en todo el camino. El arca los acompañaba en todo el trayecto. Quedó en el cauce seco del Jordán hasta que hubieron cruzado con seguridad. Rodeó los muros de Jericó. Luego, acabados los conflictos del desierto, fue llevado al templo y depositada sobre el piso de oro, y sus varas fueron entonces sacadas. La hueste peregrina había llegado a su casa. Nosotros también llegaremos, amados. Hasta entonces tenemos a Dios con nosotros y por nosotros.

El piso del tabernáculo era de arena. Arriba y alrededor las glorias de Cristo han llenado el ojo, pero abajo no había nada sino la arena del desierto. El sacerdote estaba dentro del círculo santo, rodeado por las sombras de las cosas celestiales, pero, como nosotros, literalmente estaba en el desierto. Se nos recuerda diariamente que esta tierra no es nuestro descanso. La santa ciudad con la plaza de oro está más allá, resplandeciente en la distancia, con su gloria y su canción. Apresuremos con ardor en dirección de ella nuestros pasos de peregrinos. Las arenas ardientes y los desiertos con espinas podrán lastimar nuestros cansados pies, pero una hora con nuestro Señor lo compensará todo. El descanso y la calma de aquel hogar de luz nos esperan, con una cariñosa bienvenida por el Señor del lugar.

“El Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el airé, y así estaremos siempre con el Señor”, 1 Tesalonicenses 4:16,17.

18 Los levitas y su obra

Los levitas son representativos de los creyentes como “los siervos de Jesucristo”. Su obra era llevar el tabernáculo y los utensilios santos por el desierto, para erigirlo según el diseño divino en el lugar ordenado divinamente, y bajarlo cuando la nube se levantaba para que el campamento emprendiera marcha. Su llamamiento, sus calificaciones para servicio, y las varias esferas en las cuales Jehová los colocó, son todos temas de interés sobre los cuales podemos meditar con provecho para nuestras almas.

El carácter natural, como podríamos llamarlo, de Leví está bien descrito en las palabras de su padre Jacob, tal como están relatadas en Génesis 49:5-7. Cruel, voluntarioso y fiero, maldito y esparcido, y sin embargo apartado por la gracia de Dios para ser siervo escogido de la casa de Dios, siendo por naturaleza inapto para la presencia de Dios o la comunión de su pueblo. “En su consejo no entre mi alma, ni mi espíritu se juntó en su compañía”, Génesis 49:6.

Pero por gracia la unión con Simeón fue disuelta, y Leví fue “juntado” al sumo sacerdote de Dios, Números 18:24, para ministrarle y hacer el servicio del tabernáculo. Su posición según la naturaleza es puesta a un lado; son llamados según la gracia para ocupar el lugar de los primogénitos, Números 3:12,13, un pueblo en figura muerto y resucitado, vivo a Dios, en nuevas circunstancias, en un nuevo ambiente. Así es como el llamamiento de Dios y la gracia de Dios han llegado a nosotros pecadores de los gentiles, que estábamos lejos, sin esperanza y sin Dios en el mundo, dándonos vida juntamente con Cristo para que pudiéramos ser juntados al Señor y ser hechos un espíritu con Él. Podemos decir como el de la antigüedad: “Por la gracia de Dios soy lo que soy;” “... de quien soy, y a quien sirvo”, 1 Corintios 15:10, Hechos 27:23.

Después de su llamamiento, viene su preparación para el servicio. Habiendo sido hechos cercanos a Dios, tienen que estar en debida condición para aquella nueva posición, y, habiendo recibido un ministerio en el Señor, tienen que ser preparados y habilitados para cumplirlo. Al meditar en lo que los levitas necesitaban para prepararlos para su ministerio, aprenderemos lo que todavía se requiere de los que quisieran servir aceptablemente al Señor en el evangelio y en su casa.

Tenían que ser expiados y apartados en presencia de toda la congregación. Este era el primer paso. No era educación y ordenación, sino expiación y separación. Esto concuerda con el lavamiento de la regeneración y la conversión a Dios, tan frecuentemente mandados a todos los que quisieran servir al Señor Cristo. Aparte de éstos, ningún pecador puede jamás llegar a ser siervo de Dios. Hombres que nunca han nacido otra vez podrán ser elegidos para puestos de autoridad eclesiástica por sus colegas, o designados para ellos por quienes los apoyan; podrán predicar y enseñar “administrar los sacramentos”, pero, sin el llamamiento de Dios y sin capacitación divina para el servicio son siervos de Satanás.

Tampoco es la conversión el único requisito que Dios exige. Los levitas, habiendo sido limpiados por otro, después tenían que hacer pasar la navaja sobre toda su carne, y lavar sus vestidos y así eran expiados. Esto concuerda con las palabras escritas a los que ya habían sido apartados de los yugos desiguales y la comunión con las tinieblas (véase 2 Corintios 6:14-17), y habían sido recibidos por Dios para su servicio aquí.

“Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”, 2 Corintios 7:1. Hay mucho que desechar, 1 Pedro 2:1, y de lo cual despojarnos, Colosenses 3:8,9, después de ser convertidos, y así el creyente es probado e irreprensible antes de servir públicamente, 1 Timoteo 3:10. Fueron dados entonces a Aarón en don (Números 8:19, con Juan 17:16), y por él devueltos a Jehová en ofrenda (Números 8:21, con Juan 17:10,11). Entonces les fue permitido entrar en el servicio del tabernáculo por un breve período de veinticinco años, Números 8:24,25.

A ellos no les fue dada ninguna herencia terrenal como fue dada a sus hermanos de las tribus de Israel. Jehová mismo era su herencia, y de las ofrendas suyas les fue permitido participar, Deuteronomio 18:1,2. Sus necesidades fueron provistas abundantemente por su Dios por medio de sus hermanos, y no les faltó ningún bien, Números 35:4-8. Era así con los siervos de Cristo en los días primitivos. Un apóstol entonces no se avergonzaba de confesar: “No tengo plata ni oro”, Hechos 3:6, mientras que otro dijo que había perdido todo por el nombre de Cristo, que honraba, y presenta como credenciales de su apostolado el hambre, la sed, la desnudez y los azotes que había sufrido en la senda de servicio en pro del evangelio de Dios y su verdad. Aquellos hombres no servían por ventajas mundanas ni por torpes ganancias. El ministerio no era un comercio de moda en el cual se obtenía la alabanza de los hombres con títulos y salario mundanos. “Prisiones y tribulaciones”, Hechos 20:23, eran la porción y perspectiva de los siervos de Dios: cada día muriendo, 1 Corintios 15:31, era la única ocupa-ción de sus vidas.

Quedó para un día de apostasía de la verdad el levantamiento de hombres que, profesando ser ministros de Dios, van y vienen buscando un lugar o puesto, como el levita de Belén de Judá, que vino a la casa de Micaía y negoció con él para ser su sacerdote, por lo cual recibió un sueldo anual y su comida y vestidos. Por esta remuneración acordó en quedarse y oficiar como el sacerdote de la familia, hasta que se presentara la esfera más amplia dé ser sacerdote de una tribu.

La costumbre moderna que corresponde a esta antigua historia es demasiado conocida para que haga falta señalarla. Lo único que sorprende es que haya santos verdaderos de Dios que perpetúan y apoyan semejante sistema, que tanto deshonra a Dios y al cual los escépticos apuntan el dedo con desprecio y escarnio como evidencia de la farsa del cristianismo moderno. Pero el diseño y ejemplo del ministerio verdadero permanece en la Palabra escrita, y mediante éstos somos llamados a probar a cualquiera que asuma la prerrogativa de ser ministro de Jesucristo entre su pueblo.

La tribu de Leví estaba dividida en tres familias: Coat, Gersón y Merari. Una parte del tabernáculo de Dios fue confiada a cada una de éstas. Había diversidad y división del trabajo, combinadas con unidad de propósito y acción. Cada hombre tenía su puesto que le fue asignado por Jehová. Lo conocía y lo guardaba. Cada hombre tenía la función peculiar para la cual era hábil, y todo fue hecho bajo la supervisión del sumo sacerdote de Dios, sin disensión ni murmuración, Números 4:27-33.

La familia de Merari tenía las tablas, las barras, las columnas y las basas como su carga. Cuando la nube descansaba para que acamparan las tribus, eran los primeros obreros en el lugar donde iba a ser erigida la morada de Jehová. Su primer trabajo era echar las pesadas basas de plata en la arena descubierta del desierto. Estas formaban el fundamento de la casa de Dios. Las tablas de madera fueron después levantadas y ajustadas en las basas, cada una en su lugar señalado, y finalmente las barras que unían las diversas tablas fueron pasadas por los anillos de oro.

Cuando el trabajo de la familia de Merarí quedó terminado, sus hermanos de la familia de Gersón empezaban su trabajo. A ellos les fueron encargadas la tienda, las cubiertas, las cortinas del atrio y las cuerdas: las cosas que embellecían y protegían la obra de los hijos de Merari. El servicio de estas dos familias estaba estrechamente relacionado: eran verdaderos compañeros y colaboradores de Dios, 1 Corintios 3:9.

Andaban juntas durante el viaje, Números 10:17, y trabajaban juntas en la obra de erigir la casa de Dios. Hecha la labor de ellos, los hijos de Coat llegaban, trayendo en los hombros los vasos santos: el arca, la mesa, el candelero y los altares, en sus cubiertas de púrpura, azul, carmesí y de pieles de tejones, Números 3:29-32, 4:2-14. Encontraban el tabernáculo ya erigido y embellecido. Su ministerio era la preparación de la casa y de sus atrios para la adoración y para el sacrificio.

Todo esto tiene su significado para nosotros en días posteriores, y podemos meditar sobre ello con provecho y bendición. Que el Señor nos ayude a hacerlo en temor ante Él. Aquí tenemos los principios de Dios para el ministerio relacionados con la edificación de su casa antigua, y estos principios no son abandonados sino más bien acentuados y se recalcan en las Escrituras del Nuevo Testamento y en la obra del Señor en curso en la edificación de su morada en este tiempo aquella casa que es la iglesia del Dios viviente, 1 Timoteo 3:15, y morada de Dios en el Espíritu, Efesios 2:22.

Los nombramientos de Dios para el ministerio se ven en figura en los servicios de las tres familias de los hijos de Leví.

Los meraritas, con sus fundamentos y armadura, representan al evangelista y su obra; los gersonitas, con sus cortinas, cubiertas y cuerdas, reforzando, protegiendo y embelleciendo, al pastor y su obra; los coatitas, llevando con paso firme los varios vasos del santuario y poniéndolos en orden, al maestro y su ministerio, Efesios 4:11.

La esfera del evangelista es el mundo entero: los pecadores dondequiera que se encuentran son su congregación: el evangelio de la gracia de Dios es su mensaje. Como el merarita de la antigüedad, él lleva las basas de plata de la redención como el único fundamento para el pecador. Sale guiado por el Espíritu de Dios al mundo y habla de Cristo crucificado. Este es su tema: pone las basas en la arena del desierto. La reforma del mundo no es su misión; no sabe nada de precedentes o “estriberones” que conduzcan al evangelio de Dios. Predica a Cristo: Cristo como el Salvador, Cristo como el Señor, Cristo como el fundamento de la salvación para el pecador, Hechos 4:12, Cristo como el fundamento de la Iglesia, Mateo 16:18, y de la comunión de los santos, 1 Corintios 3:11. Entonces, habiendo presentado a Cristo, busca llevar los pecadores a Él, para que puedan aceptarle como Salvador y reconocerle como Señor. Su objeto es hacer discípulos, Mateo 28:19.

Habiendo hecho esto por el poder del evangelio, después reúne a los salvos como el Señor ha mandado, Mateo 18:20, y los edifica según el dechado divino dado en el Libro. Así fueron formadas “las iglesias” de los primeros días. Había la predicación de Cristo crucificado, 1 Corintios 2:2, la colocación del fundamento de la asamblea, 1 Corintios 3:10, y la enseñanza de la Palabra, Hechos 18:11, a los que Dios había salvado y congregado. Todo esto estaba abarcado en la obra de evangelista en aquellos días. En el evangelismo moderno se dice, de un modo vago, que predica el evangelio solamente. Si Dios da su bendición en la conversión de pecadores, no se espera que el evangelista tenga más que decirles, ciertamente no para congregarlos o edificarlos juntamente como Dios ha dispuesto, sino que prosiga a otro lugar, como el avestruz, que desampara sus huevos en la tierra, donde el pie del hombre puede pisarlos, Job 39:17,18.

La obra de los meraritas fue seguida inmediatamente por la de sus colaboradores, los gersonitas, quienes con las cuerdas reforzaron y con las cubiertas protegieron y con las cortinas embellecieron lo que sus hermanos habían edificado. Esto es la obra del pastor. Él colabora con el evangelista y continúa la obra empezada por éste. Su trabajo es cuidar y pastorear el rebaño: buscar la pequeña, curar la perniquebrada y llevar la cansada a cuestas, Zacarías 11:16. Fue así que Bernabé, el hijo de consolación, un verdadero gersonita, siguió a los varones cirenenses en su obra en Antioquía, exhortando a los creyentes a que permaneciesen en el Señor, Hechos 11:23. Fue cuando se tuvo en poco esta obra tan bendita que el Señor lamentó: “Mi tienda es destruida y todas mis cuerdas están rotas; mis hijos me han abandonado y perecieron; no hay ya más quien levante mi tienda, ni quien cuelgue mis cortinas. Porque los pastores se infatuaron y no buscaron a Jehová”, Jeremías 10:20,21. Estas palabras son tristemente ciertas en nuestro tiempo.

El tabernáculo ya levantado y embellecido, restaba que los hijos de Coat entraran con los muebles santos y los colocaran en sus lugares ordenados en la casa y los atrios de Jehová. Esto es la obra del maestro o enseñador. Con paso sabio y firme, en su debido orden y en proporción que los santos puedan recibir, trae las verdades de las cuales estos vasos sagrados son figuras. Explica el altar de bronce, hablando del Sacrificio Perfecto y la aceptación del creyente en Cristo; la fuente, hablando de la purificación diaria; y prosigue con las cosas prefiguradas en el altar, la mesa y el candelero, la posición de los santos como resucitados con Cristo, adorando en el altar, alimentándose a la mesa y en comunión delante del propiciatorio.

Así, por constante y continuo trabajo en el Señor, la obra suya sigue día tras día y de siglo en siglo, a pesar de la oposición de los hombres y los impedimentos de Satanás. Así continuará hasta que la lucha y el servicio del desierto terminen. Entonces, como de antiguo, cuando en los días de la gloria de Salomón, los levitas cambiaron las cargas del tabernáculo y sus vasos por el descanso y la alabanza (véase 1 Crónicas 23:25-30) en las glorias del reino, así los que han servido al Señor Jesús en su evangelio, su Iglesia y su verdad recibirán en el milenario y eterno reino y gloria de su Señor el galardón de sus labores y lágrimas en los días del desierto. Allí, en la inmaculada gloria del descanso eterno, donde jamás caerá una lágrima de tristeza y donde nunca se oirá un gemido de dolor, donde Dios es el todo y en todos y el Cordero es toda la gloria, allí sus siervos le servirán y verán su rostro, Apocalipsis 22:3,4. Alabad a Jehová.

 

Amén y Amén.